sábado, 29 de agosto de 2009

El carácter español

A lo mejor alguien pensó ayer que España me parecía el mejor país del mundo. No es así, por cierto. El peruano Ribeyro, a quien cité también ayer, vivió en nuestro país un tiempo y dejó en su diario constancia de ciertos aspectos del carácter español, que, como todo, tiene su lado bueno y su lado malo. Él, aquí, fue más bien crítico: Analizar el carácter español desde esta perspectiva: ausencia del necesario componente de duda. Pueblo de creyentes o de ateos. Es imposible hacerlos cambiar una opinión errada mediante un razonamiento. La verdad para ellos no viene desde fuera sino desde dentro: por un fenómeno de iluminación anterior.
Esto está escrito hace cincuenta años, en pleno franquismo. Tengo mis dudas acerca de si hemos cambiado tanto (aunque si tengo dudas, ya no soy español, según Ribeyro...).

viernes, 28 de agosto de 2009

El mejor país del mundo

¿A dónde te irías a vivir si tuvieras mucho, pero muchísimo dinero? En esto andábamos hablando con Pilar y Juan, y ellos propusieron Londres para todo el año y una isla griega para las vacaciones. Supongo que estarán muy bien las dos propuestas, porque nuestros amigos saben de lo que hablan, pero no conozco Londres y la isla debería tener un buen servicio de bomberos, por si los fueguitos veraniegos. Para poder opinar tendría que haber viajado más. Si lo considero fríamente, tal vez elegiría Bruselas, una ciudad cómoda y aburrida. Tiene un clima espantoso, pero a cambio es tranquila y posee un excelente nivel de vida y una buena oferta cultural. Si pongo el corazón, me quedaría con cualquier rincón de Italia -el país más bello-, Argentina -el que más satisfacciones me ha dado-, o Portugal -donde la gente es más educada. Está claro, sin embargo, que estos países son, por su forma de ser, de lo más cercano a España, así que parece que no tengo demasiadas ganas en cambiar de lugar.
Cuando uno es joven, cree que si cambia de aires, su suerte se transformará. En el fondo piensa con firmeza e ingenuidad que sus problemas se deben al decorado y curiosamente no cae en la cuenta de que a lo mejor todos sus males están dentro y no fuera de uno. Ahora que releo el diario de Julio Ramón Ribeyro noto con cierta ternura cómo sale del Perú hacia Europa esperando que sus frustraciones desaparezcan al llegar al anhelado París. Nada de eso, por supuesto. Entre los veinte y los treinta y tantos años va dando tumbos por Francia, España, Alemania o Bélgica hasta que sienta la cabeza en París... y no por eso deja de quejarse. Quizá suceda que los seres humanos tendemos a mirar toda nuestra vida en horizontal, creyendo que un movimiento a lo largo de este eje transformará nuestra posición. Pero la ciencia nos enseña que hay otro eje de coordenadas, el vertical, y por mucho que nos movamos a ras de suelo, no nos habremos movido de forma absoluta. Leopoldo Marechal lo vio muy bien cuando, en una carta a un amigo desde Europa, le escribió: "Con el paso del tiempo, amigo Horacio, he descubierto que de París al cielo hay la misma distancia de que de Buenos Aires al cielo".

miércoles, 26 de agosto de 2009

Laberinto

En la pelea con el Minotauro Teseo ha dado tantas vueltas que ha perdido el ovillo regalado por Ariadna. Se palpa los bolsillos, dirige la mirada a todos los rincones del pasillo, rebusca bajo la cabeza del monstruo, pero el hilo dichoso se ha esfumado. ¿Será su destino morir encerrado en el laberinto? Durante media hora se muerde las uñas con desesperación, hasta que mira hacia el cielo implorando misericordia. Entonces descubre que los pasillos del laberinto no tienen techo y piensa una frase que siglos más tarde será un verso famoso: “De todo laberinto se sale por arriba”. Sin dudarlo más, toma carrerilla y trepa por una pared. Al principio cuesta encaramarse, pero ya está llegando, ya le falta menos, y ya, al final, alcanza, sudoroso, jadeante, la cornisa. Cuando se va recobrando del esfuerzo, contempla el bosque de pasillos abiertos por el techo que se extiende ante él, y más allá, muy al fondo, la puerta salvadora y el reluciente mar de Creta. Sólo tiene que llegar hasta allí. Y entonces se da cuenta de que para escapar del laberinto, tiene que volver a bajar y luego subir y bajar y subir…

martes, 25 de agosto de 2009

Sobre el suicidio

Hace unos cuantos años conocí a un tipo que trabajaba en la policía científica. Se dedicaba, entre otros menesteres, a la revisión de los escenarios criminales. Fotografías sangrientas, huellas siniestras y Adn misteriosos formaban parte rutinaria de una profesión vedada para la sensibilidad de la mayoría. Él, por el contrario, se había acostumbrado hacía tiempo a reconstruir toda clase de barbaridades. Pero había algo que nunca dejaba de impresionarle.
-Los suicidios. Entrar en la casa de un suicida, analizar cómo se ha matado... es lo más triste que te puedas imaginar.
En la literatura el suicidio empieza a ser tomado en serio con la modernidad. Por supuesto antes los personajes se suicidaban famosamente -basta leer Romeo y Julieta o La Celestina-, pero es con el Werther de Goethe cuando entra en acción la tristeza metafísica, el desajuste profundo entre mi deseo y el mundo que conduce a la aniquilación propia. Es entonces cuando el suicida no es visto como un loco digno de compasión, sino más bien como un héroe de la sensibilidad extrema. Werther se pega un tiro vestido de chaqueta azul y pantalón amarillo. La identificación de los jóvenes lectores de la época con aquel acto fue tan apasionada que Alemania sufrió un vendaval de suicidios en los que la gente se mataba vestida como el protagonista de la novela. Se inauguraba así la mitología maldita del suicidio, adornada con aquella teatralidad que había intuido Goethe, quien, por cierto, se arrepintió en público de haber inducido a tantos lectores a no seguir leyéndole por la vía rápida.
En la España tradicional Larra se convierte en el romántico -el moderno- por excelencia gracias a su desdichado fin. A partir de aquí es curioso comprobar que tanto en la literatura como en la vida literaria el número de suicidios crece sin parar. Cuántos escritores se matan entre el siglo XIX y el XX... Muchos, además, no se dan muerte de cualquier manera y, de forma involuntaria, contribuyen a hacer de su defunción un pequeño mito. Ahí está, por ejemplo, Alfonsina Storni, ahogándose en el mar interminable. A mí su poesía me gusta más bien poco, pero la canción que inspiró su muerte es bellísima y ahora, por cierto, la toca mi hijo mayor a la guitarra.
Ahora bien, si el suicidio ha detentado ese prestigio entre los románticos y modernos de variada especie, tengo que decir, con todo mi respeto y compasión hacia todos ellos, que prefiero la actitud contraria. Elegir la vida antes que la muerte es siempre una afirmación más honda, aunque por el camino se pierda el aura de maldito o de incomprendido. En la literatura moderna no es tan frecuente que gane la opción de la vida, si es que se presenta la posibilidad del suicidio. Por eso me ha llamado tanto la atención (entre otras muchas causas) mi lectura de Radiaciones, el diario de guerra de Ernst Jünger. El 29 de abril de 1941 Jünger se encuentra desesperado. Sus ideales caballerescos de una guerra limpia están hechos polvo ante la barbarie nazi. Siente asco de sí mismo y de su uniforme militar, que se ve obligado a llevar durante la ocupación alemana de París. Ese día estudia los puentes desde donde se va a tirar al Sena para buscar "una salida", es decir, su propia muerte. Después mete algunas anotaciones triviales: una muchacha que le ha llamado la atención, la visita a una iglesia, la comida en un restaurante especializado en marisco. Pero luego sigue su anotación sobre el paseo entre el Pont Neuf y el Pont des Arts. En ese momento se da cuenta de que el problema del suicida no está fuera, sino dentro de uno mismo. Y escribe: "He comprendido de súbito con toda claridad que sólo dentro de nosotros está lo laberíntico de la situación. De ahí que sería perjudicial el empleo de la violencia, destruiría muros, pero ese no es el camino de la libertad (...) Desertemos donde desertemos, con nosotros llevaremos siempre nuestro uniforme, y ni siquiera con el suicidio lograremos escapar de él. Es preciso que nos elevemos, que nos elevemos también a través del sufrimiento. Entonces se vuelve más comprensible el mundo".

lunes, 24 de agosto de 2009

Machacar libros

Los libros hay que maltratarlos hasta dejarlos sin tapas, subrayados y con las páginas medio rotas. Ese es el mejor fin al que pueden aspirar. Si repaso los estantes de mi casa veo que aquellos que más quise están hechos una pena: el Quijote, la poesía de Alberti y de Pessoa, los cuentos de Ribeyro y de Borges, el Adán Buenosayres, Rulfo, Stevenson, la Ilíada, Eça de Queirós, El sueño de los héroes de Bioy Casares, una antología de Mario Quintana, Crimen y castigo...
Luego, para no quedar mal con las visitas, se pueden comprar otros con el lomo dorado y tapa dura.

viernes, 21 de agosto de 2009

Espera

Después de veinte años de soledad, Penélope está harta de esperar a Ulises. Lo de destejer por la noche lo que había tejido durante el día, ha sido un truco demasiado pesado: se cansó después de dos semanas y lo abandonó ella solita. En realidad, Penélope ha estado dando largas a los pretendientes (cada día más gordos de tanto gorronear en la despensa) con la excusa de que tenía muchos libros por leer, treta que ha funcionado de maravilla, porque no hay cosa que más les espante a esos zánganos que una mujer intelectual. Además, es verdad: ha leído muchísimo últimamente. Ha leído en algunos relatos posmodernos que ella, cansada de aguardar a su marido, o bien se ha ido con otro hombre, o se ha hecho lesbiana o ha fundado un partido político. Todas esas posibilidades le horrorizan. Ha leído también en un tal Homero que Ulises ha estado varios años encerrado en una isla en compañía de una fulana llamada Calipso. Tampoco esto puede ser verdad. Ella sabe que todo lo que ha leído es ficción. Ella sabe que la realidad es distinta. Ella sabe que Ulises le es fiel con toda seguridad. Mientras cavila sobre todo esto, a pocos metros de allí un mendigo está a punto de llamar a las puertas del palacio de Ítaca.

martes, 18 de agosto de 2009

Cine imperial

Cines de mi infancia: el Avenida, el Imperial, el Nuevo, el Gaditano, el Municipal, el Juventud, el Andalucía... Todos empezaron a morir a finales de los setenta, anegados por la crisis que por entonces hundía a la ciudad. Todavía recuerdo la última vez que fui al Nuevo -irónico nombre- y todavía siento las pipas crujientes en el suelo pegajoso y aquel murciélago despistado que volaba por el escenario.
Ahora que han acabado mis vacaciones, tengo que rendir homenaje a un cine milagrosamente superviviente de aquella época: el Imperial de La Ramallosa, provincia de Pontevedra. Hasta su nombre es anacrónico -Imperial nada menos- y repite el de uno de mis cines gaditanos. Cine de una única sala, de butaca rígida, mucho terciopelo rojo y columnas de cartón piedra que flanquean la pantalla. Tras un ventanuco de madera, un tipo famélico te vende las entradas y luego te espera en la puertita de salida para darte un papel con el próximo estreno. Antes de cada película, una sesión de diapositivas temblorosas y cuarentonas avisan de que está prohibido comer pipas en el local o de que se debe guardar silencio durante la proyección. Ya sea por romanticismo o por falta de medios, sus dueños parecen resistirse a las novedades y los grandes estrenos. Por el contrario, se decantan muchas veces por películas japonesas, italianas, francesas... una cartelera inverosímil en un pueblo como La Ramallosa.
Galicia, creo yo, tiene una rara sabiduría para la conservación de reliquias.

sábado, 15 de agosto de 2009

Fogonazos

FORMALISMO

Se dijo: Voy a escribir un poema sobre absolutamente nada. Y ahí se acabó todo.

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INFIEL

Por cinco segundos de gloria empezó a vivir en un infierno.

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LA SINRAZÓN DE LA RAZÓN

Hay personas tan inteligentes, tan conscientes de su propia inteligencia, que no temen decir en público toda clase de estupideces.

jueves, 13 de agosto de 2009

Inventario de lecturas

"Yo leo mucho, pero luego no me acuerdo de nada". Es una frase que todos hemos escuchado o que muchas veces hemos sentido como propia. Pero no es cierta. En la lectura, como en la comida, todo se aprovecha. Quien se alimenta de best-sellers, normalmente se convertirá en un coleccionista de lugares comunes. Y si uno se procura buenos libros, tarde o temprano y sin darse cuenta, su lenguaje y su mundo se harán más ricos y complejos.
De todas formas, quizá es conveniente escribir después de leer, de la misma forma que es bueno pensar algo sobre qué es lo que nos llevamos a la boca. Antes, cuando tenía tiempo y la vida no era como un ataque de comanches borrachos (Miguel d'Ors dixit), me entretenía haciendo fichitas sobre los libros que pasaban por mis manos. Allí metía frases que me llamaron la atención, escenas, el resumen del argumento... Además, seguía muy ordenadamente un criterio para escoger los libros. Ahora que el verano ya pasa de la mitad, veo que he estado leyendo mucho, pero a voleo. De todas formas, sigo creyendo que es muy bueno escribir algo, aunque sea una sola frase sobre cada libro que pasa por las manos de uno. Aquí va una lista improvisada de últimas lecturas, por si alguien le sirve, empezando por mí.

-Sue Grafton: D de deuda. Novela policial bien hecha. Buena para entretener. La protagonista, antecesora de tantas mujeres detectives actuales.
-Petros Márkaris: Defensa cerrada. La leí en recuerdo de un viaje maravilloso a Atenas con mi mujer. Buena evocación de la sociedad griega, pero algo complicada la trama. Como en las novelas de Chandler, te pierdes.
-Gonzalo Contreras: Los indicados. Libro de relatos. Cómo se estropean diez ideas por culpa de una mala ejecución. Edición con erratas.
-Juan Villoro: Efectos personales. Ensayos de valor desigual, pero con fogonazos. Éste es uno de ellos: "El autor tocado por la gracia no profiere visiones de chamán ni aspira a revelar Valores Eternos; es alguien que coloca en una repisa el objeto inolvidable".
-J.M. Coetzee: Infancia. Memorias amargas de un niño malcriado. Buena traducción de Juan Bonilla.
-John Le Carré: Llamada para un muerto. Le Carré no me consigue atraer del todo, a pesar de su buen oficio. Demasiado deprimente, quizá, o tal vez es que las novelas de espionaje están pasadas.
-Muriel Spark: Mujer al volante. Como todo lo de Spark, original y sugerente. Inquietante novela breve sobre una mujer desquiciada con un sentido del humor muy peculiar. Lo interesante es el punto de vista, siempre exterior al personaje, de forma que nunca sabemos bien por qué actúa de una forma tan extravagante.
-Elizabeth Gaskell: La casa del páramo. Para victorianos irredimibles.
-Natalia Ginzburg: Querido Miguel. Novela epistolar sobre el lado triste de las relaciones familiares. Inolvidable retrato de la madre del protagonista.
-Natalia Ginzburg: Las palabras de la noche. Recuerda más a Léxico familiar que a Querido Miguel. Acumulación de historias familiares ambientada en la Italia de entreguerras. Muy bien, aunque el resultado parece algo "puntillista". Hay tantísimas anécdotas en una novela tan breve que cuesta hacerse una visión de conjunto.
-María Rosa Lojo: Cuerpos resplandecientes. Cuentos elegantemente escritos sobre santos populares argentinos acompañados de un prólogo interesante en donde se revela la investigación llevada a cabo sobre el tema. No son relatos hagiográficos ni santos canonizados por la Iglesia.
-Enrique Baltanás, Medidas provisionales, y Eugenio Montejo, Terredad: Dos joyitas de poesía, cada una clásica a su modo.
-Jorge Ibargüengoitia: Estas ruinas que ves. Retrato de la vida en una universidad provinciana de México (es Guanajuato, cuna del escritor). Es muy raro el caso de un escritor de valor literario y al mismo tiempo que consiga hacer reír. Muy divertida.
-Edmundo Paz Soldán: El delirio de Turing. El planteamiento es muy interesante al internarse en el mundo de internet, sobre todo en las historias relacionadas con los personajes adolescentes. Pero la trama, a partir de la mitad, empieza a ser previsible y algunas historias dejan de interesar. Algunas observaciones sobre las posibilidades de internet suenan didácticas.
- Diarios de Ribeyro y Jünger. Para leer y releer.



miércoles, 12 de agosto de 2009

Muertes de cine


Hace algunos meses leí un libro de Norbert Elias que se adornaba con el tétrico título de La soledad de los muertos. Mucho morbo para un ensayo de sociología. El caso es que una idea me llamó la atención por lo exacta y verdadera, o al menos eso pensé entonces. El mayor tabú de nuestras opulentas sociedades occidentales, dice Elias, es el de la muerte. Se la esconde constantemente: en las conversaciones, por supuesto, pero también en el modo con que se han olvidado los ritos de antaño. Ya no se ven procesiones al cementerio ni velatorios en las casas. Para eso están los asépticos tanatorios. Como leí el otro día en un anuncio de pompas fúnebres en Pontevedra: "Nosotros nos haremos cargo de todo". Qué fúnebres son estos gallegos. Y ambiguos... ellos se encargan de todo (qué miedo).
Bien. Toda esta introducción venía a cuento de que acabo de ver dos películas, una detrás de otra, que parecen refutar el tabú que pesa sobre la muerte. Las dos se centran en los aledaños de los ritos mortuorios. La primera de ellas, Cleaner, da vueltas en torno a la vida de un limpiador de escenas de crímenes. Es decir, después de que una habitación quede hecha una pena por toda la sangre que queda derramada en el suelo, debe haber alguien encargado de dejarlo todo como antes. Aquí entra nuestro protagonista que, de pronto, se ve enredado en una trama bastante complicada. La idea es original, pero el resultado final decepciona. Ed Harris y Samuel L. Jacson hacen lo que pueden, que para eso son actores solventes, pero el guión va poco a poco cayendo en picado, deja lagunas inexplicadas y regala alguna que otra secuencia ridícula, como aquella en la que el protagonista comete el peor de los pecados de un padre norteamericano: no ver a su hija marcando un gol en un partido de fútbol del colegio. En el fondo, la muerte aquí es superficial: mucha mermelada de fresa de primer plano pero nada más.
Bastante mejor es la película japonesa Despedidas, a pesar de haber ganado un Óscar. Carece de la sofisticación fotográfica de Cleaner, pero consigue emocionar con una historia muy sencilla: la de un violoncelista frustrado en Tokyo que se convierte en amortajador al regresar a su pueblo, situado en el Japón profundo y tradicional. Las secuencias de los amortajamientos reflejan un cariño hacia el cuerpo humano en toda su dignidad y están rodadas con una delicadeza de ballet. Por lo demás, un vitalismo y un peculiar sentido del humor impregnan muchas escenas de la película, donde también se sugiere una apertura a la trascendencia en medio de la dureza de alguna historia. Despedidas quizá no sea una pieza maestra, porque se le pueden poner algunos reparos, pero toca con hondura y honradez un tema que a todos, tarde o temprano, nos va a interesar: el de la muerte.

lunes, 10 de agosto de 2009

Titulitis

Una estupenda entrada de Enrique Baltanás, seguida de otra de José Miguel Ridao, me hicieron pensar en estos días en cuánto dan de sí los títulos de los libros. Por cierto, en esta idea ha venido a coincidir Fernando Valls. En fin, ahí va mi tipología:


Título sencillo y extraordinario: La isla del tesoro de Robert L. Stevenson (antes pensó en El cocinero marino. De buenos escritores es rectificar)
Título eufónico: Love's Labours Lost de Shakespeare
Título cacofónico: La Biblia de barro de Julia Navarro (hay que tener un oído enfrente de otro para que rime el título con tu nombre)
Título expresionista: El juguete rabioso de Roberto Arlt
Título aliterante: Pedro Páramo de Juan Rulfo
Título endecasilábico: Quizá nos lleve el viento al infinito de Gonzalo Torrente Ballester
Títulos horteras: Boquitas pintadas, La traición de Rita Hayworth, El beso de la mujer araña... Pubis angelical (todos de Manuel Puig, el rey del kitsch)
Títulos marchoso-caribeños: La guaracha del macho Camacho de Luis Rafael Sánchez, Delito por bailar el cha-cha-cha de Guillermo Cabrera Infante, Sóngoro Cosongo de Nicolás Guillén, Tun tún de pasa y grifería de Palés Matos...
Título metafísico pesado: La insoportable levedad del ser de Milan Kundera
Título metafísico ligero: Lo que ha llovido de Enrique García-Máiquez
Título canonizado póstumamente: La Divina Comedia
Título mejorado en la traducción: Otra vuelta de tuerca (traducción de José Bianco de The Turn of the Screw de Henry James)
Título empeorado por imposición editorial: Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso (antes sólo Cartas de amor de Miguel Delibes)
Título traducido de forma machista: Mujer al volante (The Driver's Seat de Muriel Spark. La traducción es de Andrés Bosch)
Títulos somníferos: Somnium Scipionis, Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, No digas que fue un sueño de Terenci Moix, Soñé que la nieve ardía de Antonio Skármeta, Sueño de sueños de Tabucchi, El sueño de los héroes de Bioy Casares, etc., etc.
Título mejor que el contenido del libro: El bandido doblemente armado de Soledad Puértolas
Títulos peores que el contenido del libro: Don Quijote, Fausto, Macbeth, Hamlet, El rey Lear, Madame Bovary...

sábado, 8 de agosto de 2009

A la rica playita

Ayer pasé al lado del televisor de casa y fui interceptado por unas imágenes de la playa Victoria y mi catedral de Cádiz al fondo. En el programa contaban algo sobre no sé qué polémica acerca de que el ayuntamiento iba a poner multas a los nudistas que se aproximaran a la playa. La locutora televeraniega se ponía alegremente a favor de los desnudos y terminaba con un chiste agudísimo sobre poner el culo al aire de la alcaldesa.
A mí la desnudez ni me parece mal ni bien. Como el uso de la ropa, depende del lugar en el que se practique. Por eso no creo que un espacio público sea el mejor de todos. Por lo demás, no me gusta ver a mucha gente en pelotas: dan demasiada sensación de ser masa pura, informe. A pesar de ciertos recurrentes reportajes fotográficos, un grupo de hombres y mujeres desnudos y bien juntitos es lo más semejante a una manada de ñúes. Todos parecen iguales. En cambio, el desnudo individual resulta humano: puede ser hermoso, deforme, sensual, patético, incluso tal vez inteligente.
Hace unos años escribí un poema que algo tiene que ver con esta idea, aunque no se tratase de nudismo puro. Se llamaba "Playa de fábula", pero también podría ser "Visión de una playa de tarde de agosto con la marea alta".


En verano es hermoso contemplar
la Naturaleza en estado salvaje
dos caracoles se besan en la arena
maese Zorro marca su territorio
meándose en el agua
los perritos entierran sus cositas
Mamá Perra alimenta a su familia
Don Cerdo escupe huesos de melocotón
Abuela Vaca exhibe sus tetas lamentables
y un niño está en su rincón
dibujando un sol muy chiquitito.

jueves, 6 de agosto de 2009

Entre dos luces

Leo en los diarios de Jünger: "Las catedrales vistas cual fósiles encerrados en nuestras ciudades como sedimentos tardíos...", y sigue en esta línea hasta que concluye: "Los seres humanos de hoy ven esas obras como ven lo sordos las formas de los violines y las trompetas". La cita me recuerda una vez que estuve, hace unos cuantos años, en Notre-Dame de París. Había escuchado Misa bastante temprano, junto a siete viejas y un sacerdote achacoso. Al terminar, la catedral se quedó sola para mí durante diez minutos, justo hasta que abrieran las puertas para los turistas japoneses que esperaban en la parrilla de salida armados con sus cámaras fotográficas. Me entretuve paseando, pensando en la suerte íntima que se me ofrecía. De pronto un rayo tornasolado descendió de alguna vidriera y se plantó a mis pies. Bajé la mirada y leí en la losa: "Aquí se convirtió el poeta Paul Claudel el 25 de diciembre de 1886. Laus Deo". "Qué bonito este momento", pensé, "tengo que recordarlo siempre". Segundos después se abrieron las puertas para los visitantes y, al fondo, todavía muy lejos, sentí los chasquidos y las luces, las luces de los flashes entre la penumbra.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Sueños de seductor

Se llamaba Bond, James Bond. Su carrera acabó pronto, más o menos cuando se enamoró de una chica rubia de bikini blanco que emergía de las aguas en una playa tropical. Se casó. Con el paso del tiempo y el consiguiente engorde de la señora de Bond, empezó a soñar con cientos de jovencitas imaginarias que caían rendidas a sus pies y se acabó convirtiendo en el viejo verde que todos conocemos.

martes, 4 de agosto de 2009

A vueltas con lo policial

Las encuestas, como todo el mundo sabe, mienten, pero algunas mienten más que otras. Por ejemplo, las que preguntan sobre política o las que tratan sobre los hábitos lectores de la gente. Las primeras hace tiempo que me aburren y las otras, por lo menos, deparan curiosidades. Se ve que los encuestados quieren quedar bien al precio que sea. Por eso los números no cuadran: en realidad, España es un país mucho más analfabeto de lo que dicen las encuestas. No obstante, en cierta encuesta reciente me llamaron la atención algunos datos. Allá va uno de ellos: alrededor del 24 por ciento de las personas que se confesaban lectoras decían sentir predilección por la novela histórica, mientras que sólo el 4,5 % manifestaban leer novelas policíacas. Me parece que este dato parte de una premisa falsa, a saber, que la novela histórica sea un género superior, cuando la mayoría de este tipo de libros suele ser una birria, al menos hoy en día. Y luego existe un prejuicio esnob hacia lo policial que se desmiente cuando vemos cuantos ejemplares circulan en la calle de la trilogía de Stieg Larsson.
Ojo, no quiero decir tampoco que la novela policial sea literariamente más interesante que la histórica. Cada una tiene sus reglas y no siempre lo policial acaba de satisfacerme del todo.
Hoy se percibe que muchas historias policiales se dedican a realizar una crónica alrededor del crimen levantando las miserias de una sociedad en descomposición. Gracias a las novelas de Márkaris, Mankell o Donna León, por ejemplo, paseamos por los rincones menos recomendables de Grecia, Suecia o Italia. Da la impresión de que a muchos escritores policiales ya no les interesa el enigma en torno al crimen, a veces ni siquiera el suspense (léase Váquez Montalbán), sino que se limitan a contar una investigación, a veces bastante chapucera, y destapan el lado oscuro de una sociedad que no les gusta. Quizá no sea casualidad que muchos portagonistas no sean ahora geniales investigadores privados (algo "demasiado" anglosajón), sino probos funcionarios públicos que se enfrentan a la corrupción y la mezquindad dentro y fuera de su propio cuerpo policial: el comisario Jaritos, Wallander, Montalbano, etc.
Para mí, el problema de este tipo de relatos (por muy bien construidos y escritos que estén, como en el caso de Mankell), reside en que todos parten de la idea de que el origen del Mal ha de buscarse en exclusiva en una estructura social injusta. De hecho, estos escritores a veces parecen realistas sociales disfrazados de novelistas policiacos. Desde mi punto de vista este punto de partida es algo limitado: el Mal también está en el individuo y su libertad. De ahí que me interesen más aquellos escritores como P.D. James que abren sus novelas con un largo prolegómeno acerca de las circunstancias anteriores al crimen. Durante cien páginas el lector espera a que ocurra el asesinato, pero lo que está sucediendo es la explicación de por qué la víctima era un ser odioso para mucha gente. Algunos dirán que James es demasiado premiosa porque les atrae más el tomatazo inicial al estilo escandinavo: una escena con mucha sangre para abrir boca desde la primera página. Bueno: es cuestión de gustos, supongo.
De todas formas, quizá el autor que mejor ha integrado la crónica social con los motivos individuales que llevan al crimen sea el viejo Simenon. Es verdad también que sus novelas siguen la misma fórmula demasiadas veces. Siempre es la llegada del inspector Maigret a un lugar distinto de Francia que se describe minuciosamente, etc., etc. Pero algunas historias suyas sobresalen de forma espléndida. En una conversación reciente con Ángel Ruiz, coincidimos los dos que su novela El caso Saint-Fiacre era una obra maestra del género.

lunes, 3 de agosto de 2009

Atrapar caracoles

Para matar caracoles, trampas de cerveza. Lo leí en algún lado y lo probé, con éxito, entre las fresas del jardín. Coloqué unos vasos de plástico llenos de cerveza barata y allí fueron a morir los muy borrachos. Supongo que, como a los bichos les atrae la humedad, el alcohol se les mete por los poros y se queman.
Hace poco hice una prueba parecida en la nevera de mi casa. Dejé una lata de cerveza medio llena y al día siguiente estaba vacía del todo. El caracol confesó rápidamente.