martes, 30 de abril de 2013

Sonríe China




China sonríe ¡qué gracia,
cuanta precisa sonrisa!
Sonríe el niño... y la estrella
es una larga sonrisa.
La mujer sonríe... y el hombre
es una larga sonrisa.
China sonríe... y el mundo
es una larga sonrisa.
Una nueva flor se ha abierto
en los jardines de China.
(Rafael Alberti, Sonríe China)


Sería un anuncio de Coca-Cola si no fuera porque lo escribió Alberti después de su viaje oficial a la China de Mao. Sorprende la ingenuidad de aquellos intelectuales comunistas en según qué circunstancias. "La alegría es en China un estado casi común", escribió la argentina María Rosa Oliver, amiga de Alberti,  en 1953. Igual que ella, Simone de Beauvoir, Neruda y tantos otros... Si les hiciéramos caso, todos los chinos vivirían en un estado de perpetua felicidad sonriente.
En mi humilde experiencia, los taxistas chinos que trabajan los domingos a la una de la tarde no sonríen nada. Más bien, al contrario: te dan un mordisco. Y suben la ventanilla si eres occidental y te asomas a su coche pidiendo en inglés que te lleven a algún lado.
Es lo que nos pasó a nosotros, cuando, en el centro de Macao, intentábamos llegar a comer a una casa donde nos habían invitado y ni un solo taxista quiso llevarnos. No comprendían nada de lo que les decíamos, se enfadaban y arrancaban el coche dejándonos en medio de la calle.
Mi compañero vio la salvación varias veces en los viandantes, pero ninguno entendía ni jota de inglés. Por fin, asaltamos a un vejete que, en un broken english, nos dijo que sabía cómo llegar. De la manita nos acercó amablemente a una parada (la línea 6) y dio el alto a un autobús. Suspiramos aliviados al ver cómo se abría la puerta y nuestro salvador empezó a hablar, con voz que se iba exaltando hasta el grito, al conductor.Tímidamente empezamos a subir, mientras nuestro amigo gritaba más y más al otro que empezaba a interrogarle en ininteligible chino cantonés. Todo parecía ir bien, o más o menos eso nos parecía.
Hay un lenguaje universal que va más allá de los idiomas: son los gestos y los silencios. Después de las explicaciones, el chófer se quedó mudo, como meditando lo que el vejete le había dicho. Éste se quedó, a su vez, expectante. Y nosotros, aguardando la respuesta comprensiva de quien nos había de llevar a nuestro destino. Pero, de pronto, el tío largó una carcajada.
Nuestro anciano guía se encocoró y le volvió a chillar, pero el chófer siguió riendo y, riéndose, echó hacia atrás la cabeza y comentó en voz alta algo a los pasajeros. Cuatro o cinco se troncharon de risa sin hacer caso del vejete que estaba ¿furioso? intentando que le comprendieran.
Nos quedamos cortados.
Pero el chófer, descuajeringándose, nos hizo un gesto y entramos. Al cerrar la puerta y arrancar el bus, escuchamos en la calle los gritos ininteligibles del otro. En la carrera el chófer todavía siguió comentando entre risitas la jugada con los pasajeros. A todos les parecía muy divertido. Pasados unos cinco minutos de desconcierto occidental, el vehículo paró exactamente en el lugar donde queríamos. Por suerte nadie nos pidió el billete. Y bajamos.
Sonríe China...

lunes, 29 de abril de 2013

Cementerio inglés

Los jubilados chinos matan el tiempo como todos los jubilados del mundo: se sientan en los bancos de plazas y jardines. Fuimos al parque Camoens para visitar la gruta donde se dice que el poeta escribió Os Lusiadas. Allí la gente mayor juega al ajedrez chino, chismorrea en voz alta (los cantoneses gritan tanto como los españoles)  o lleva de paseo a sus pajaritos enjaulados, que la jaula es la correa de los jilgueros.
A un lado, defendida por un pequeño muro, pero sin que nadie le haga ni caso, está la iglesia anglicana. No tiene nada especial, salvo una foto curiosa: la de la primera mujer pastora protestante, que se "ordenó" en Macao nada menos que en 1945. ¿Cómo lo permitieron en aquel entonces? Tal vez fuera porque la gente estaba muy ocupada con el fin de la guerra, tal vez porque Macao siempre estuvo aislado.
A la vera de la iglesia, en un escalón más abajo, paseamos por el breve cementerio, romántico y con escasas tumbas. A pocos ingleses les debía apetecer pasar por Macao (y menos, morirse). Marinos, militares, miembros de la East Company,  funcionarios del servicio exterior con mala suerte. Estaba también un tal Morrison, el primer traductor al chino de la Biblia, allá por el siglo XIX.




Mientras los ingleses se dedicaban a meterles el opio por las narices a los chinos, utilizaron Macao de base, aprovechando la tradicional amistad con Portugal. Luego consiguieron Hong Kong tras una guerra desigual con el imperio, y pudieron enterrar a su gente en la nueva colonia. Quizá por eso el cementerio que visitamos tiene ese aire distraído y olvidado. Es como tantos otros rincones de Macao, ciudad repartida entre dos mundos: uno perdido -el de la colonia-, y otro de pérdidas: el de los casinos.



sábado, 27 de abril de 2013

Movilidad exterior

En la vuelta el avión hizo escala en Qatar. Cuando reanudamos el viaje, se sentó a mi lado un chaval que se había movilizado al exterior: es decir, no encontraba trabajo en España y tuvo que irse a ejercer de arquitecto a Doha. No le había ido mal. El único problema era que el viernes empezaban sus vacaciones y, para no pagárselas, sus jefes le habían echado el día anterior.
Charlar con él fue una experiencia refrescante si se puede decir así; nada de corrección política ni para la derecha ni para la izquierda. Sólo la verdad de la experiencia: en Qatar todos los extranjeros son esclavos. La única diferencia es que los filipinos, indios y africanos están en la escala más baja por ese orden, y los europeos un poco más arriba. Pero todos esclavos, de una forma u otra. En cierta ocasión su coche lo arrolló un todoterreno de un catarí y fue a denunciarlo a la policía. Al llegar a la comisaría, el  funcionario sonrió de medio lado y le preguntó por qué no hablaba en árabe. El muchacho le replicó que el inglés es lengua co-oficial en Qatar, que estaba en su derecho y bla, bla, bla. Por toda respuesta, el árabe se echó a reír y siguió hablando en árabe con otros colegas del despacho.
-Así me sentí yo: como nuestros inmigrantes ecuatorianos cuando se encuentran con un facha. Sólo que este facha era un moro.
El avión recorría el golfo Pérsico, y sólo se veía arena y agua. Luego dejamos aquel mar brillante. De pronto descubrí una franja verde, inesperada y perfecta: era Mesopotamia. Pero por fin el panorama se empezó a nublar al llegar a los montes de Anatolia y cerré la ventanilla. Así se quedó durante horas. Me quedé dormido hasta que nos anunciaron por megafonía que estábamos llegando al destino.
Mi vecino rompió el silencio y me pidió tímidamente:
-Por favor, abre la ventanilla que quiero ver.
-¿El qué?
-España.

viernes, 26 de abril de 2013

Casinos




Al año Macao recibe veintiocho millones de turistas que no vienen atraídos por la cultura. Me cuentan que los casinos ya facturan más que Las Vegas. La mayoría de ellos están en Cotai, un terreno ganado al mar al que antes sólo miraban unas pocas quintas portuguesas. Ahora esas casitas pintadas de verde y azul sobreviven como reliquias perdidas en el tiempo.
El verdadero poder está en los rascacielos de enfrente, donde la gente se juega los cuartos veinticuatro horas al día, porque el gobierno chino prohibe que cierren en ningún momento.
El compadre Adelson tiene allí un montaje gigantesco a la veneciana, con su San Marcos, sus góndolas y sus canales de cartón piedra que permite a los chinos tener su propio parque temático sin tener que viajar a Italia. ¿Hará algo parecido en Alcobendas?, me pregunto. Y me contesto rotundamente: por supuesto que no, Alcobendas nunca será como Macao, por la misma razón que a los chinos nunca se les ocurrió poner su Ciudad-casino al lado de Beijing, ni a los yanquis a la vera de Washington, sino en medio del desierto. En eso los españoles vamos a ser más originales que nadie y pondremos toda nuestra podredumbre bien cerquita de Madrid, para que no se pueda distinguir la capital del país del centro europeo del dinero negro, la prostitución y el juego.

Macao, primera escala


¿Y dónde se ha metido tanto tiempo?, se preguntará alguno. A este hombre lo dejé leyendo novelas de nazis. Con razón ya no le apetece escribir ni hacer nada, dirá otro.
Me fui a China, a Macao y Hong Kong concretamente. Cosas que tiene la Filología. El idioma español, a día de hoy, es de lo poco que hacemos en España que interesa por ahí fuera.
 Macao es una ciudad caótica en la que se mezcla la China profunda, la melancolía portuguesa y la horterada de los casinos. Todo junto en amor y compaía, como se aprecia en la foto, con las ruinas de la iglesia de los jesuitas, las ropas tendidas y al fondo el Grand Casino Lisboa.





La huella portuguesa se ve en los letreros bilingües ("Rua Camilo Pessanha, Avenida do Engenheiro Pereira, Largo do leal Senado...."), las iglesias de estilo colonial o ese pavimento tan recortadito en cuadrados. O en la repostería, donde encuentras las mismas deliciosas "natas" que en Portugal. También puedes visitar la gruta donde Camoens escribió Os Lusiadas. Incluso se les ocurrió la idea de incluir una piedra con sonetos en la lengua original del poeta.
Por supuesto, nadie, absolutamente nadie, entiende el portugués, salvo algunos descendientes y los nuevos emigrantes que vienen huyendo de la crisis. La lengua portuguesa, para ellos, es como el chino para nosotros. Aunque quizá no sea tan extraño: en algunos lugares de Navarra los letreros están en euskera y nadie los entiende. Ciertos idiomas son muy útiles para inventarse tradiciones nacionales.
En Macao el portugués es una seña de identidad frente a la China continental.





Encontrarme a tanto Portugal por todas las esquinas fue como sentirme en casa, aunque estuviera en tierra remota y extraña.

viernes, 5 de abril de 2013

Dos novelas sobre Heydrich

Últimamente he leído dos novelas que giran alrededor del asesinato de uno de los personajes más apasionantes que engendró el nazismo: Reinhard Heydrich. Praga mortal de Phillip Kerr y HHhH de Laurent Binet. Aunque las dos se ubican en Praga, durante el mandato de Heydrich en la segunda Guerra Mundial, sus enfoques son muy diferentes, acaso porque una es policial y la otra histórica. O acaso porque una es británica y la otra francesa. 
Phillip Kerr, como buen british, aspira a elaborar un libro entretenido. A diferencia de otras novelas suyas del detective Bernie Gunther, la acción se localiza en un solo lugar, el palacio donde vivía Heydrich, y responde a todos los tópicos de la novela policial clásica.
Hay un asesinato en un espacio cerrado y el sagaz policía realiza una serie de interrogatorios a sospechosos en un ambiente aristocrático. Todo muy limpio y muy intelectual. Sólo al final, Kerr no puede más y saca su vena gamberra, con torturas brutales a chicas indefensas y una buena propina de desengaños para su protagonista.
HHhH es, además de un título impronunciable y un best seller francés, una novela sobre la posibilidad de escribir la Historia a través de la ficción. Para llevar a acabo su proyecto, Laurent Binet recurre a un truco posmoderno: contar el modo con que va investigando sobre su novela al mismo tiempo que narra la historia. Esto de verle las tripas a la novela mientras se va desarrollando lo ha hecho mucha gente en los últimos años. Sin ir muy lejos, Javier Cercas en Soldados de Salamina. Lo que llama la atención de HHhH es el modo ultrasofisiticado de Binet: por ejemplo, de vez en cuando el autor se equivoca a propósito a mitad de una escena y la vuelve a contar de otro modo, o bien finge creer una versión y luego rectifica. 
La estructura fragmentaria del libro (algunos capítulos ocupan cinco líneas) le permite estas licencias que parecen complicar la cosa, pero, en realidad, el truco no va más allá. Es decir, que el resultado final no deja lugar a las dudas. La Historia que se cuenta es una batalla entre malos y buenos, entre monstruos, cobardes y traidores por un lado, y héroes por otro. De ahí que se le haya reprochado esa perspectiva "demasiado enfrentada", tan propia, por cierto, de quien afirma orgulloso sus orígenes ortodoxamente comunistas. De ahí también que, a pesar del prurito rigorista de exactitud histórica (¿era verde o negro el coche que llevaba a Heydrich?), uno se quede pensando en cómo se le ocurre a Binet decir que uno de los dos comparsas de Chaplin-Hinkel en El gran dictador es Heydrich cuando resulta evidentisimo desde el principio, para cualquiera que haya visto la película, que se trata de Goebbels. O, mejor aún, por qué se mete tanto con Saint John Perse y otros intelectuales franceses de derecha como Claudel, responsabilizándolos del pacifismo ante Hitler en los años previos a la guerra, cuando fue exactamente al revés. Fue gran parte de la izquierda la que se movilizó para evitar una nueva Gran Guerra (léase el librazo de Winock sobre El siglo de los intelectuales) y fue el gobierno izquierdista del Frente Popular de Daladier (oh lá lá) quien metió la cabeza en la tierra para no mirar lo que hacía Hitler con Checoslovaquia. 
Pero, bueno, salvando estas cosillas, el libro se lee muy bien. Y seguro que Heydrich era malísimo. Hay una fascinación ante el Mal en estado puro que, sin duda, ha atraído a Kerr y a Binet, y a sus muchos lectores, entre los que me encuentro. Dice Charles Moeller (gran crítico injustamente olvidado) que podemos conmovernos ante los malvados de Shakespeare cuando son víctimas de la pasión: Macbeth es uno de ellos. Sentimos lástima porque su falta nace en caliente y luego no pueden salir del tormento en que se han metido. Pero hay otros personajes que urden sus crímenes en frío, lúcidamente conscientes de lo que hacen: Ricardo III. Estos son los más repulsivos. A este linaje pertenece el Heydrich de Kerr y Binet, y con toda probabilidad, el hombre real que la Historia les regaló para sus novelas.