La otra cuestión es menos banal: bastan unas palabras rápidas en la Red para destruir la fama de cualquier persona. No sé si serán verdaderas las acusaciones de esa chica con pinta de resentida (para mí que no lo son), pero la masa siempre ha tenido sed de linchamiento. Ahora, gracias a la tecnología y los nuevos dogmas, la calumnia se vomita a toda velocidad y enseguida las gentes pueden calmar sus rencores con un bonito auto de fe. Hace poco leí Un hombre al margen de Alexandre Postel, una novela que habla justamente de esto, de cómo el miedo social aplasta a la persona a partir de lo políticamente correcto. Ha ganado el premio Goncourt a la mejor primera novela. No es quizá un libro extraordinario, pero sí muy valiente. Hasta se atreve a hablar del lobby gay. Los franceses, sin duda, tienen menos miedo a decir ciertas cosas.
jueves, 6 de febrero de 2014
La estatua de Woody Allen
A la estatua de Woody Allen la han puesto verde de pegatinas en Oviedo: "¡Fuera pederastas de mi ciudad!", dicen, o algo así. Un suceso tan imbécil me suscita dos reflexiones: la primera tiene que ver con la manía absurdamente democrática de colocar las esculturas a pie de calle para que cualquiera las pueda infamar. Nuestros padres ponían un pedestal que no sólo exaltaba al personaje, sino que lo defendía del deseo mimético de sus conciudadanos. Una estatua es, por definición, un monumento tan perenne como el bronce: no sirve para que la gente le ponga o le quite gafas, la cubra con plásticos o le pinte cualquier idiotez. Y más en España, país famoso por su amor a la escultura.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Bravo Javier! De acuerdo 100%
ResponderEliminarMuchas gracias, Fernando. Un abrazo fuerte
ResponderEliminar