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viernes, 5 de abril de 2013

Dos novelas sobre Heydrich

Últimamente he leído dos novelas que giran alrededor del asesinato de uno de los personajes más apasionantes que engendró el nazismo: Reinhard Heydrich. Praga mortal de Phillip Kerr y HHhH de Laurent Binet. Aunque las dos se ubican en Praga, durante el mandato de Heydrich en la segunda Guerra Mundial, sus enfoques son muy diferentes, acaso porque una es policial y la otra histórica. O acaso porque una es británica y la otra francesa. 
Phillip Kerr, como buen british, aspira a elaborar un libro entretenido. A diferencia de otras novelas suyas del detective Bernie Gunther, la acción se localiza en un solo lugar, el palacio donde vivía Heydrich, y responde a todos los tópicos de la novela policial clásica.
Hay un asesinato en un espacio cerrado y el sagaz policía realiza una serie de interrogatorios a sospechosos en un ambiente aristocrático. Todo muy limpio y muy intelectual. Sólo al final, Kerr no puede más y saca su vena gamberra, con torturas brutales a chicas indefensas y una buena propina de desengaños para su protagonista.
HHhH es, además de un título impronunciable y un best seller francés, una novela sobre la posibilidad de escribir la Historia a través de la ficción. Para llevar a acabo su proyecto, Laurent Binet recurre a un truco posmoderno: contar el modo con que va investigando sobre su novela al mismo tiempo que narra la historia. Esto de verle las tripas a la novela mientras se va desarrollando lo ha hecho mucha gente en los últimos años. Sin ir muy lejos, Javier Cercas en Soldados de Salamina. Lo que llama la atención de HHhH es el modo ultrasofisiticado de Binet: por ejemplo, de vez en cuando el autor se equivoca a propósito a mitad de una escena y la vuelve a contar de otro modo, o bien finge creer una versión y luego rectifica. 
La estructura fragmentaria del libro (algunos capítulos ocupan cinco líneas) le permite estas licencias que parecen complicar la cosa, pero, en realidad, el truco no va más allá. Es decir, que el resultado final no deja lugar a las dudas. La Historia que se cuenta es una batalla entre malos y buenos, entre monstruos, cobardes y traidores por un lado, y héroes por otro. De ahí que se le haya reprochado esa perspectiva "demasiado enfrentada", tan propia, por cierto, de quien afirma orgulloso sus orígenes ortodoxamente comunistas. De ahí también que, a pesar del prurito rigorista de exactitud histórica (¿era verde o negro el coche que llevaba a Heydrich?), uno se quede pensando en cómo se le ocurre a Binet decir que uno de los dos comparsas de Chaplin-Hinkel en El gran dictador es Heydrich cuando resulta evidentisimo desde el principio, para cualquiera que haya visto la película, que se trata de Goebbels. O, mejor aún, por qué se mete tanto con Saint John Perse y otros intelectuales franceses de derecha como Claudel, responsabilizándolos del pacifismo ante Hitler en los años previos a la guerra, cuando fue exactamente al revés. Fue gran parte de la izquierda la que se movilizó para evitar una nueva Gran Guerra (léase el librazo de Winock sobre El siglo de los intelectuales) y fue el gobierno izquierdista del Frente Popular de Daladier (oh lá lá) quien metió la cabeza en la tierra para no mirar lo que hacía Hitler con Checoslovaquia. 
Pero, bueno, salvando estas cosillas, el libro se lee muy bien. Y seguro que Heydrich era malísimo. Hay una fascinación ante el Mal en estado puro que, sin duda, ha atraído a Kerr y a Binet, y a sus muchos lectores, entre los que me encuentro. Dice Charles Moeller (gran crítico injustamente olvidado) que podemos conmovernos ante los malvados de Shakespeare cuando son víctimas de la pasión: Macbeth es uno de ellos. Sentimos lástima porque su falta nace en caliente y luego no pueden salir del tormento en que se han metido. Pero hay otros personajes que urden sus crímenes en frío, lúcidamente conscientes de lo que hacen: Ricardo III. Estos son los más repulsivos. A este linaje pertenece el Heydrich de Kerr y Binet, y con toda probabilidad, el hombre real que la Historia les regaló para sus novelas. 



jueves, 22 de noviembre de 2012

Anatomía del monstruo

1917: érase una vez un niño alemán que lloraba de pena al ver el estado de los prisioneros franceses al llegar a su pueblo hacinados en camiones, destrozados en el cuerpo y en el alma. Ese fue el mismo niño que, veinte años más tarde, le escribía ilusionado a su mujer que tenían que ir a más exposiciones de arte. Y la misma persona que más tarde ordenó la muerte de seis millones de judíos.
Leyendo la gigantesca biografía sobre Himmler de Peter Padfield uno termina por no entender, a pesar de la profusión de datos, cuál fue el germen de tanto odio. Qué fue lo que produjo tanta barbarie. Dónde estuvo el quiebre de una personalidad rígida y acomplejada que de pronto se convirtió en monstruosa.
Aunque el número de atrocidades colectivas, intrigas miserables y cínicos discursos, adobados con poses de maestro ciruela, supera con mucho los detalles humanos del protagonista, lo que más me sorprende es la dualidad del monstruo (y de otros monstruos parecidos). En las reuniones sociales, por ejemplo, Himmler destacaba por su trato exquisito y se comportaba con sus subordinados de las SS con un afecto de padre de familia:

Por lo que se refiere a las mujeres (...) siempre era extremadamente respetuoso con ellas y cuando hablaba de ellas. Odiaba las obsecnidades y los dobles sentidos. Los consideraba como un insulto a su propia madre. Le gustaban mucho los niños, una característica que mencionaron mucho quienes lo conocieron, y siempre estaba dispuesto a dedicar su tiempo a los huérfanos y viudas de guerra. De hecho, su personal tenía prohibido despedirlos de su oficina. "Comparada cn el sacrificio que han hecho -decía, la media hora que les sacrifico yo es una nimiedad y me avergonzaría de no escucharles y de no darles la impresión de que tiene a alguien a quien recurrir" (pág. 494).

Esto lo decía el mismo hombre que la noche antes había mandado a 499 mujeres y niños a la cámara de gas. Edith Stein, futura mártir ella misma del Holocausto, decía sentirse sorprendida ante los abismos de maldad que veía a su alrededor y cómo podía cometerlos el hombre. Lo más horroroso era darse cuenta, quizá, de que el mundo no se dividía tajantemente en buenos y malos, sino que los malos tenían rasgos humanos, igual que nosotros.