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sábado, 2 de octubre de 2010

Arte de escuchar

"Contóle el anciano a Lavrestskii cómo Glafira Petrovna, antes de morir, se mordía las manos y después de un silencio, dijo: "Toda criatura es pasto de sí misma".

Esto se lee de manera casual en Nido de nobles de Turgueniev. Y, como si no hubiera pasado nada, el relato sigue su curso, olvidado ya de la pobre Glafira y con sus protagonistas ocupados en otros quehaceres de la acción principal. Pero, ¿cómo se le ocurrió a Turgueniev una anécdota tan sobrecogedora? Seguro que no fue su imaginación la que le proporcionó ese instante de horror. Debió de tomarla de la vida real y la incluyó en ese momento fugaz de su novela. Así son los narradores clásicos: gente hábil en el arte de escuchar.

jueves, 8 de abril de 2010

El contador de historias


He acabado El peregrino encantado de Nikolái S. Leskov. De Leskov (1831-1895) conocía Lady Macbeth de Mtsensk, una joyita que trata el sempiterno tema del adulterio decimonónico a la vez que dialoga con la obra de Shakespeare. Comparada con ésta, El peregrino encantado da una imagen chapucera y deslavazada. Parece como si el autor hubiera ido ensartando tres o cuatro novelas una detrás de otra, como si no supiera qué hacer con un material desordenado que tuviese guardado en un cajón.
...Y sin embargo, qué maravilla de libro: singular, divertido, espeluznante, asombroso. Leskov pasó buena parte de su vida viajando por la Rusia de su tiempo y recogiendo historias que le contaba la gente del pueblo. Sin duda tenía el don de escuchar bien, porque narra con la misma naturalidad con que se cuentan las cosas en una sobremesa delante de un fogón. El protagonista de su novela, religioso y brutal al mismo tiempo, recuerda al de las obras clásicas de Dostoievsky o Tolstoy, pero sin las torturas existenciales del primero ni las disquisiciones interminables del segundo. Leskov, mucho menos conocido, es quizá más auténtico y menos pretencioso que los dos monstruos de la literatura rusa. Dice de él Walter Benjamin: "De su cosecha puede señalarse una serie de narraciones legendarias, cuyo centro está representado por el justo, rara vez el asceta, la mayoría de las veces un hombre sencillo y hacendoso que llega a asemejarse a un santo de la manera más natural. Es que la exaltación mística no es lo suyo. Así como a veces se dejaba llevar con placer por lo maravilloso, prefería aunar una firme naturalidad con su religiosidad. Su modelo es el hombre que se siente a gusto en la tierra, sin entregarse excesivamente a ella".

martes, 19 de enero de 2010

Nocturno, insomnio y blog


Esta noche vino a visitarme, como suele, el insomnio. A fin de recuperar el sueño, me fui al salón y me tumbé en el sofá a releer un libro de título prometedor: Nocturno hindú, de Antonio Tabucchi. A Tabucchi lo leí mucho hace como diez años, o más, hasta que me terminó cansando, sobre todo con su novela más conocida, Sostiene Pereira. Me aburrió su tono político tan trivial y ese sonsonete tan artificioso durante tantas páginas de "sostiene Pereira, sostiene..." En cambio, del Nocturno hindú no recordaba demasiadas cosas, lo cual tampoco era mala señal para dormirse enseguida. De hecho, ahora que lo pienso en frío a algunos les resultará definitivamente somnífero. Pero, a mí, por desgracia el libro me enganchó.
Para ser justos, he disfrutado de insomnios memorables gracias a algunas lecturas. El viajero sobre la tierra de Julien Green, por ejemplo. Es una novela irreal, hecha de sombras y luces fantásticas y me estoy viendo terminarla mientras las primeras luces de la mañana se colaban por la persiana. Al libro de Tabucchi le sucede algo parecido: el clima de sonambulismo misterioso se me pegó al cuerpo y no lo dejé hasta acabarlo. En poco más de cien páginas cuenta las andanzas de un viajero italiano en busca de un amigo perdido por distintos lugares de la India. Lo de menos, en realidad, es esta historia, porque el hilo se pierde enseguida. Todos los episodios transcurren de noche. Y en ese ambiente, nuestro viajero va entrando y saliendo por hoteles de lujo y casas de prostitución, vagones de tren y autobuses remotos, casas y bazares. Quien tiene la experiencia de viajar solo más de una vez, sabe de ese vagar disperso por lugares y escenas en los que apenas te quedas un escaso pedazo de vida y sin embargo todos se te prenden en la memoria para siempre. Diálogos interrumpidos con personajes seductores o fascinantes, aventuras que sólo se continúan en la imaginación del viajero: de eso trata este libro fragmentario y poético escrito para las noches de insomnio.

martes, 20 de octubre de 2009

Tres citas a la izquierda

Hoy traigo tres citas, una literaria, otra sociológica y otra política. Las tres, creo, se relacionan entre sí.

Primera cita:
En "El holocausto de la tierra, el escritor norteameericano Nathaniel Hawthorne imagina que una misteriosa sociedad decide acabar de una vez por todas con todos los cachivaches inútiles que hay en el mundo. Para llevar a cabo tan loable fin, erigen una enorme pira funeraria en medio de una pradera del oeste norteamericano. Gentes de todos los lugares vienen a asistir al gran espectáculo. Al principio, caen al fuego todas los periódicos viejos, pero enseguida se trae otro tipo de materiales: condecoraciones, árboles genealógicos, joyas y toda clase de objetos que induzcan a la vanidad. Como la gente está entusiasmada con tanto fuego, la hoguera ha de seguir funcionando, así que entonces se piensa que hay que terminar con otros elementos perniciosos: por ejemplo, cubas de vino, botellas de cerveza y barricas de licor y, cuando ya no quedan más en toda la tierra, se recurre al tabaco, que, como todo el mundo sabe, es malísimo para la salud. Allá que van todas las pipas, cigarros, puros, hojas... y cuando ya no se encuentran por ningún lado, alguien susurra que la guerra es nefasta para el hombre, y todas las armas de todos los ejércitos del mundo vienen a alimentar la hoguera interminable. Pero el fuego pide más y más fuego: todo razonamiento vale para alimentarlo. Pronto se cae en la cuenta de que los libros son los causantes de tantos males y que, por tanto, han de quemarse todos ipso facto... Entre algunos que se esfuman con un suspiro, las obras de Shakespeare arden gloriosamente. Por último, una procesión de hombres vestidos con túnicas y ropajes sagrados se acerca directamente al centro de la destrucción. En efecto: para hablar con Dios no hacen falta tantos ritos ni tanta purpurina, así que se arroja todo hasta que a alguien se le ocurre que tal vez lo mejor sea quemar el Libro que ha originado el problema de los problemas... Con tanta reforma a un espectador se le ocurre pensar que sucederá después cuando ya no quede nada por quemar. Y otro le replica:
-Tenga paciencia. Primero nos lanzarán a nosotros, y después a ellos mismos.
Segunda cita:
Un libro del neomarxista Marshall Berman, llamado Todo lo sólido se desvanece en el aire (All that is Solid Melts into the Air). El título está sacado de una frase de Marx y, dicho sea de paso, nunca pensé que éste tuviera sensibilidad poética. Es un apasionante y apasionado ensayo sobre la modernidad a partir de textos tan variados como el Fausto de Goethe, el Manifiesto comunista, los Pequeños poemas en prosa de Baudelaire, Gógol y libros sobre arquitectura, urbanismo, arte... La idea central es que la modernidad se define por el cambio universal, puesto que en la actualidad todo es efímero. A Berman esto le parece trágico y fascinante al mismo tiempo: las utopías capitalistas o marxistas han traído bienes y males por igual. En su propia vida dice haber experimentado la modernidad: el mismo sistema que le dio las becas para estudiar le negó el auxilio sanitario que podía haber curado a su hijo de cinco años. Sin embargo, su diagnóstico sobre la modernidad no es enteramente negativo, ya que el mundo ha de seguir cambiando para ser mejorado, a pesar de la tensión de fuerzas contrarias. El ensayo de Berman es muy sugerente, pero da la impresión de caer en un historicismo ingenuo. Parece creer que la voluntad de cambiar las cosas, la capacidad de creer en los ideales, sólo empezó en el siglo XVIII. Por otro lado, la consideración de que todo se desvanece en el aire no la inventó Marx: se remonta al Eclesiastés.
Tercera cita:
"Todo cambio siempre es para bien". La frase la echó Rodríguez Zapatero delante de unas señoras progresistas hace dos años, cuando podía sacar pechito y quedarse tan tranquilo. Yo me la grabé en la memoria porque me pareció muy reveladora. En el fondo, viene a ser una banalización de lo que profetizó horrorizado Hawthorne sin conocerlo y defendía Berman después de haberlo conocido. Es la voluntad de creer que la mejor gestión pasa por cambiar las cosas, sin pensar si valen o no la pena por sí mismas. En realidad, porque para el moderno puro que es Zapatero nada tiene un peso por sí mismo. Traducido a la política, se trata de dar la impresión de que estamos moviéndonos constantemente, haciendo reformas, aunque sean innecesarias, absurdas o trágicas, aunque lleguen a costar la vida de muchos inocentes. ¿Frivolidad? ¿Insensatez? ¿Irresponsabilidad? ¿Cinismo? Tal vez una mezcla de todo eso. Es un pensamiento tan débil que se quema solo, se desvanece en el aire.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Epitafio

Ayer me puse fúnebre y ahora veo que tendría que haber citado estos versos profundos y esperanzados, que las dos cosas acompañan bien cuando van envueltos en una apariencia hermosa. El poema es de Mario Quintana y se titula Inscripción para el portón de un cementerio:


Na mesma pedra se encontram,
Conforme o povo traduz,
Quando se nasce -uma estrela,
Quando se morre -uma cruz.

Mas quantos que aqui repousam
Hao de emendar-nos assim:
"Ponham-me a cruz no principio...
E a luz da estrela no fim!"...


Incluyo también la solvente traducción (para perezosos) de Enrique García-Máiquez:

La misma lápida ostenta
-según lo entiende la gente-
cuando se nace, una estrella,
y una cruz cuando se muere.

Mas cuantos que aquí reposan
no nos dirían así:
"¡Pongan la cruz al principio,
la luz de la estrella al fin!"



miércoles, 9 de septiembre de 2009

Los escritores y la muerte

Con el paso del tiempo me he ido dando cuenta de que, como dice Fernando Aínsa, los escritores inmortales se mueren. Y debido al buen numero de fallecimientos que existe ya en la república literaria, podemos encontrar toda clase de circunstancias alrededor de cada suceso fatal. Casi todos tienen finales anodinos, en la cama, y éstos se producen de forma coherente. Cada uno muere como vive, aunque alguno dé sorpresas. Dicen que Borges rezó el padrenuestro en cinco idiomas antes de morir. Puede ser. Ahora bien, las muertes que llaman más la atención son los suicidios -adornados con un falso prestigio- o las accidentales, que a veces son tragicómicas, como la del cubano Julián del Casal, que se murió de un ataque de risa. También las hay estúpidas: Tenesse Williams se atragantó con un tapón de pasta dental.

Pero el hecho de que se muera un escritor también nos lleva a pensar en cuáles fueron sus últimas palabras. Alguien que ha vivido del lenguaje durante años, necesariamente tiene que decir algo interesante en el último momento. Acaso las "famous last words" por excelencia sean las de Goethe ("Luz, más luz"), pero a mí siempre me resultó una queja algo patética en boca de quien se sintió poco más o menos que el genio de Europa. Más escalofriantes me resultan las de Bécquer: "Todo mortal". Y hondamente consoladoras las que profirió León Bloy cuando le preguntaron qué sentía: "Una curiosidad enorme". Incluso puedo creer que, en medio de la agonía, el escritor se llegue a sobreponer y a tomarse el asunto con humor. Es lo que le sucedió a Italo Svevo, irremediable fumador, quien le pidió a su yerno un pitillo. Cuando éste se lo negó escandalizado, le contestó en un susurro: "Será el último".

No obstante, lo que de verdad pueden decir los escritores sobre la muerte, no está en su propia vida, sino en aquello que escribieron. Esto es asunto largo y denso para que me ocupe de él aquí. Para eso ya está mi amigo el profesor Luis Galván dedicado a estudiarlo a fondo. Pero sí creo que las respuestas de cada libro, si éste de verdad vale la pena, obedecen a una vivencia profunda que conecta con eso que llaman el espíritu de la época o del autor. Nabokov, escéptico y descreído, trivializa la muerte con magia y estilo. Si tiene que contar el accidente mortal de un personaje insignificante, lo resume entre paréntesis y con una coma genial: (picnic, lightning). Hay muchísimos cuentos que revelan una visión sabia sobre el morir. Pienso ahora en "Página de un diario" de Ribeyro, en "Obdulia, un cuento cruel" de Antonio Pereira o, por supuesto, en La muerte de Iván Ilitch. No obstante, a mí me sigue conmoviendo por encima de todo la muerte de Don Quijote: es tan difícil encontrar la dosis justa de tristeza, realismo y altura moral. El personaje siente que se muere y va arreglando serenamente sus asuntos, como quien es: un caballero cristiano. Sancho, el ama y la sobrina, el cura y el barbero, entran y salen desolados de la habitación durante días. Parece que hasta el propio Cervantes siente pena de su criatura y busca un circunloquio porque le cuesta decir la palabra terrible: "dio su espíritu, quiero decir que se murió". Vuelta entonces a la pena general: el personaje se muere de melancolía. Hoy día hablaríamos de depresión. Y de pronto, en medio de la desgracia, todos sus allegados, todos aquellos que están sinceramente doloridos, desde la sobrina hasta Sancho, empiezan a frotarse las manos. Los dolores de la muerte se atenúan con la alegría de heredar... En fin, que esa mezcla de sentido trascendente y observación de andar por casa, define la sabiduría de Cervantes. A veces pienso que Don Quijote debiera leerse a veces empezando por el final.


martes, 25 de agosto de 2009

Sobre el suicidio

Hace unos cuantos años conocí a un tipo que trabajaba en la policía científica. Se dedicaba, entre otros menesteres, a la revisión de los escenarios criminales. Fotografías sangrientas, huellas siniestras y Adn misteriosos formaban parte rutinaria de una profesión vedada para la sensibilidad de la mayoría. Él, por el contrario, se había acostumbrado hacía tiempo a reconstruir toda clase de barbaridades. Pero había algo que nunca dejaba de impresionarle.
-Los suicidios. Entrar en la casa de un suicida, analizar cómo se ha matado... es lo más triste que te puedas imaginar.
En la literatura el suicidio empieza a ser tomado en serio con la modernidad. Por supuesto antes los personajes se suicidaban famosamente -basta leer Romeo y Julieta o La Celestina-, pero es con el Werther de Goethe cuando entra en acción la tristeza metafísica, el desajuste profundo entre mi deseo y el mundo que conduce a la aniquilación propia. Es entonces cuando el suicida no es visto como un loco digno de compasión, sino más bien como un héroe de la sensibilidad extrema. Werther se pega un tiro vestido de chaqueta azul y pantalón amarillo. La identificación de los jóvenes lectores de la época con aquel acto fue tan apasionada que Alemania sufrió un vendaval de suicidios en los que la gente se mataba vestida como el protagonista de la novela. Se inauguraba así la mitología maldita del suicidio, adornada con aquella teatralidad que había intuido Goethe, quien, por cierto, se arrepintió en público de haber inducido a tantos lectores a no seguir leyéndole por la vía rápida.
En la España tradicional Larra se convierte en el romántico -el moderno- por excelencia gracias a su desdichado fin. A partir de aquí es curioso comprobar que tanto en la literatura como en la vida literaria el número de suicidios crece sin parar. Cuántos escritores se matan entre el siglo XIX y el XX... Muchos, además, no se dan muerte de cualquier manera y, de forma involuntaria, contribuyen a hacer de su defunción un pequeño mito. Ahí está, por ejemplo, Alfonsina Storni, ahogándose en el mar interminable. A mí su poesía me gusta más bien poco, pero la canción que inspiró su muerte es bellísima y ahora, por cierto, la toca mi hijo mayor a la guitarra.
Ahora bien, si el suicidio ha detentado ese prestigio entre los románticos y modernos de variada especie, tengo que decir, con todo mi respeto y compasión hacia todos ellos, que prefiero la actitud contraria. Elegir la vida antes que la muerte es siempre una afirmación más honda, aunque por el camino se pierda el aura de maldito o de incomprendido. En la literatura moderna no es tan frecuente que gane la opción de la vida, si es que se presenta la posibilidad del suicidio. Por eso me ha llamado tanto la atención (entre otras muchas causas) mi lectura de Radiaciones, el diario de guerra de Ernst Jünger. El 29 de abril de 1941 Jünger se encuentra desesperado. Sus ideales caballerescos de una guerra limpia están hechos polvo ante la barbarie nazi. Siente asco de sí mismo y de su uniforme militar, que se ve obligado a llevar durante la ocupación alemana de París. Ese día estudia los puentes desde donde se va a tirar al Sena para buscar "una salida", es decir, su propia muerte. Después mete algunas anotaciones triviales: una muchacha que le ha llamado la atención, la visita a una iglesia, la comida en un restaurante especializado en marisco. Pero luego sigue su anotación sobre el paseo entre el Pont Neuf y el Pont des Arts. En ese momento se da cuenta de que el problema del suicida no está fuera, sino dentro de uno mismo. Y escribe: "He comprendido de súbito con toda claridad que sólo dentro de nosotros está lo laberíntico de la situación. De ahí que sería perjudicial el empleo de la violencia, destruiría muros, pero ese no es el camino de la libertad (...) Desertemos donde desertemos, con nosotros llevaremos siempre nuestro uniforme, y ni siquiera con el suicidio lograremos escapar de él. Es preciso que nos elevemos, que nos elevemos también a través del sufrimiento. Entonces se vuelve más comprensible el mundo".

martes, 4 de agosto de 2009

A vueltas con lo policial

Las encuestas, como todo el mundo sabe, mienten, pero algunas mienten más que otras. Por ejemplo, las que preguntan sobre política o las que tratan sobre los hábitos lectores de la gente. Las primeras hace tiempo que me aburren y las otras, por lo menos, deparan curiosidades. Se ve que los encuestados quieren quedar bien al precio que sea. Por eso los números no cuadran: en realidad, España es un país mucho más analfabeto de lo que dicen las encuestas. No obstante, en cierta encuesta reciente me llamaron la atención algunos datos. Allá va uno de ellos: alrededor del 24 por ciento de las personas que se confesaban lectoras decían sentir predilección por la novela histórica, mientras que sólo el 4,5 % manifestaban leer novelas policíacas. Me parece que este dato parte de una premisa falsa, a saber, que la novela histórica sea un género superior, cuando la mayoría de este tipo de libros suele ser una birria, al menos hoy en día. Y luego existe un prejuicio esnob hacia lo policial que se desmiente cuando vemos cuantos ejemplares circulan en la calle de la trilogía de Stieg Larsson.
Ojo, no quiero decir tampoco que la novela policial sea literariamente más interesante que la histórica. Cada una tiene sus reglas y no siempre lo policial acaba de satisfacerme del todo.
Hoy se percibe que muchas historias policiales se dedican a realizar una crónica alrededor del crimen levantando las miserias de una sociedad en descomposición. Gracias a las novelas de Márkaris, Mankell o Donna León, por ejemplo, paseamos por los rincones menos recomendables de Grecia, Suecia o Italia. Da la impresión de que a muchos escritores policiales ya no les interesa el enigma en torno al crimen, a veces ni siquiera el suspense (léase Váquez Montalbán), sino que se limitan a contar una investigación, a veces bastante chapucera, y destapan el lado oscuro de una sociedad que no les gusta. Quizá no sea casualidad que muchos portagonistas no sean ahora geniales investigadores privados (algo "demasiado" anglosajón), sino probos funcionarios públicos que se enfrentan a la corrupción y la mezquindad dentro y fuera de su propio cuerpo policial: el comisario Jaritos, Wallander, Montalbano, etc.
Para mí, el problema de este tipo de relatos (por muy bien construidos y escritos que estén, como en el caso de Mankell), reside en que todos parten de la idea de que el origen del Mal ha de buscarse en exclusiva en una estructura social injusta. De hecho, estos escritores a veces parecen realistas sociales disfrazados de novelistas policiacos. Desde mi punto de vista este punto de partida es algo limitado: el Mal también está en el individuo y su libertad. De ahí que me interesen más aquellos escritores como P.D. James que abren sus novelas con un largo prolegómeno acerca de las circunstancias anteriores al crimen. Durante cien páginas el lector espera a que ocurra el asesinato, pero lo que está sucediendo es la explicación de por qué la víctima era un ser odioso para mucha gente. Algunos dirán que James es demasiado premiosa porque les atrae más el tomatazo inicial al estilo escandinavo: una escena con mucha sangre para abrir boca desde la primera página. Bueno: es cuestión de gustos, supongo.
De todas formas, quizá el autor que mejor ha integrado la crónica social con los motivos individuales que llevan al crimen sea el viejo Simenon. Es verdad también que sus novelas siguen la misma fórmula demasiadas veces. Siempre es la llegada del inspector Maigret a un lugar distinto de Francia que se describe minuciosamente, etc., etc. Pero algunas historias suyas sobresalen de forma espléndida. En una conversación reciente con Ángel Ruiz, coincidimos los dos que su novela El caso Saint-Fiacre era una obra maestra del género.

martes, 14 de julio de 2009

Novela blanca

Ayer estaba terminando en la playa una novela cuando voy y descubro que el señor de enfrente tiene la misma que yo.
-Pero si tú no lees best-sellers, Papá, apunta, combativo, uno de mis hijos mayores.
Es verdad, no suelo hacerlo. Pero esta vez me convenció Javier Cercas Rueda y pasé a leer Aurora boreal, de la sueca Asa Larsson. "Un novelón", prometía su reseña. Bueno, pues a ver si es verdad, pensé entonces.
Hoy se ha puesto de moda llamar novela negra a la novela policíaca de toda la vida, lo cual es un poco inexacto, porque lo de la negritud en novela debiera guardarse para las historias de gangsters de Hammett, Chandler, Mac Donald y demás escritores norteamericanos. Ahora que aparecen tantos escritores escandinavos se me ocurre que se podría hablar de novela blanca para todos ellos. Está el blanco de la nieve y de la aurora boreal, por ejemplo. Pero también el blanco de la muerte, la palidez del moribundo y la mortaja.
De entrada nos encontramos con todos los ingredientes convencionales de la novela policíaca actual: un crimen espantoso en la primera página, un golpe de efecto a la mitad y una traca final con mucha sangre por el suelo. Las protagonistas son dos mujeres detectives, lo que hoy en día tampoco es demasiado nuevo, y el sustento ideológico de la novela es el laicismo radical. Todo esto no debiera llamarnos demasiado la atención. Sin embargo, creo que los puntos fuertes de la novela están en otro lado: la escritura sobria y, al mismo tiempo, la gran pasión con que están contados los avatares del personaje principal, Rebeca Martinsson. No es frecuente, me parece, encontrar una novela de género escrita "con las tripas". Y éste es el caso.
La acción transcurre en el norte de Suecia. Un carismático pastor protestante ha sido asesinado en su iglesia de una forma horrible. La investigación va, poco a poco, desvelando la suciedad que hay detrás de esa secta floreciente que está más implicada de lo que parece en el crimen. El blanco de la nieve se funde con la impresión de sepulcros blanqueados de toda esa gentuza. Rebeca Martinsson, antigua seguidora que ha rehecho su vida en Estocolmo, vuelve a su localidad natal para aclarar el caso y, en realidad, para hacer un ajuste de cuentas con su pasado que poco tiene de paraíso perdido.
La pintura del cristianismo protestante es terrible. Como católico, uno echa en falta que los personajes hablen tanto de Dios y luego se "olviden" de Jesucristo, por no hablar de la Virgen María. Parece poco humana esa religión, poco encarnada. Y, sobre todo, que nadie hable (y mira que hablan de la Biblia, tanto los creyentes como los ateos) de que Dios es amor. Esa palabra suena poco, o nada, en los discursos de los pastores. No sé si el retrato que hace Asa Larsson es fiel o se ve movido por esa pasión de la que he hablado antes. Pero, si es mínimamente fiel, el amor falta allí, en las blancas tierras del norte.


sábado, 11 de julio de 2009

Novelas policíacas

En verano me gusta leer novelas policiacas. Será tal vez porque es una época de nostalgias. De pequeño me daba atracones de lectura con las aburridísimas aventuras de los cinco, de los siete secretos, los tres investigadores y los cien mil hijos de san Luis. Luego, en la adolescencia, me acabé los libros de Agatha Christie que había en casa. Y ya en la carrera abandoné esa afición porque entonces había que ser muy estudioso y muy pedante. Ahora, desde hace algunos años, retomo estas lecturas, aun a sabiendas de que casi siempre me terminan decepcionando al final, incluso las mejores. Pero entretanto disfruto porque seguramente el género, en sus mejores momentos, esconde el arte puro de entretener con un relato. Además, puestos a ponerse trascendentes, Crimen y castigo y Edipo rey fueron historias policiales.
Soy todavía un aficionadillo, pero en los últimos días se me ocurrió este esquema para clasificar a los autores policiales que he ido leyendo:

Clase alta: P.D. James, Hammett, Raymond Chandler, Chesterton, Bustos Domecq (o sea, Borges y Bioy Casares juntos)
Clase media alta: Simenon (es buenísimo, pero lo meto aquí porque sus muchísimas novelas se parecen demasiado unas a otras), Wilkie Collins
Clase media alta con aspiraciones pero sólo-llega-hasta-ahí: Ross Mac Donald, Fred Vargas
Clase media: Agatha Christie, Petros Márkaris, Batya Gur, Sue Grafton, Alicia Giménez Barlett, James Hadley Chase, Donna Leon, Andrea Camilleri, William Irish, Henning Mankell, y un etc. larguísimo. Aquí habría que distinguir entre la honrada clase media (Márkaris, vgr.), los imitamonos (Hadley Chase) y los pretenciosos (Giménez Barlett)
Clase media baja rural: Francisco García Pavón
Clase media baja con aspiraciones de clase alta: Vázquez Montalbán (caspa y esnobismo a partes iguales)
Clase media baja orgullosa de serlo: James Cain
Clase baja bajuna: Jim Thompson
Marginal irredimible: Patricia Highsmith

Por último: que nadie me pregunte por Stieg Larsson porque no lo he leído.

sábado, 27 de junio de 2009

El último premio Príncipe de Asturias



Este año le ha tocado al escritor albanés Ismail Kadare, o Kadaré, como se le conoce desde que se fue a hacer las Américas a Francia. Allá por el año 93 me dí un atracón de novelas suyas y escribí algo. Luego reconozco que me cansé un poco de sus teorías nacionalistas, como esa ocurrencia de que Homero procedía de la antigua Albania. Creo que es una idea traída por los pocos pelos que le quedan al escritor. De todas formas, vaya por delante que el premio me parece merecidísimo y que a lo mejor es un consuelo para un eterno candidato al Nóbel.

Antes de Kadaré, uno por entonces no sabía nada de Albania, apenas dos o tres nombres: Squiperia (tierra de las águilas), Sköder (donde nació la Madre Teresa), Skanderberg (el héroe nacional) y Flamurtari (un equipo de fútbol). Son nombres sonoros. En cambio, la capital tiene uno bastante feo, incluso un poco cínico si uno se acuerda de su historia reciente, con esa dictadura demencial que llenó de búnquers el país por si les invadían.

Kadaré dio a conocer Albania de un modo fascinante, como sólo saben hacerlo los escritores de verdad: o sea, mintiendo. En sus mejores libros su patria se convierte en un territorio de fantasía, perdido en el tiempo y la nieve. El viaje nupcial, por ejemplo, es un relato extraordinario, entre policial, mítico e histórico. Ojalá lo reediten. También me siguen resonando Los tambores bajo la lluvia o el mundo trágico y poético de Abril quebrado. Pero la mejor novela, la obra maestra de Kadaré, es El palacio de los sueños, una parábola kafkiana que, en principio, parece una crítica contra los regímenes totalitarios, pero que, por suerte, no sólo se queda ahí. Lo bueno que tiene escribir en países donde no se respeta la libertad es que los escritores tienen que espabilar y dicen, ocultándolas, más cosas. En fin, si alguien quiere empezar con Kadaré, que se meta en su palacio de sueños.

El jurado ha destacado el manejo del lenguaje del escritor galardonado. Como no estoy seguro de si todos sus miembros sabrán albanés, supongo que algo habrá que agradecérselo a su excelente traductor, Ramón Sánchez Lizarralde. A Dostoievsky y a Tolstoy los tradujeron siempre a partir de versiones francesas hasta bien entrado el siglo XX porque no había en España quien supiera ruso. Por ahí algo hemos avanzado en nuestro país.