China sonríe ¡qué gracia,
cuanta precisa sonrisa!
Sonríe el niño... y la estrella
es una larga sonrisa.
La mujer sonríe... y el hombre
es una larga sonrisa.
China sonríe... y el mundo
es una larga sonrisa.
Una nueva flor se ha abierto
en los jardines de China.
(Rafael Alberti, Sonríe China)
Sería un anuncio de Coca-Cola si no fuera porque lo escribió Alberti después de su viaje oficial a la China de Mao. Sorprende la ingenuidad de aquellos intelectuales comunistas en según qué circunstancias. "La alegría es en China un estado casi común", escribió la argentina María Rosa Oliver, amiga de Alberti, en 1953. Igual que ella, Simone de Beauvoir, Neruda y tantos otros... Si les hiciéramos caso, todos los chinos vivirían en un estado de perpetua felicidad sonriente.
En mi humilde experiencia, los taxistas chinos que trabajan los domingos a la una de la tarde no sonríen nada. Más bien, al contrario: te dan un mordisco. Y suben la ventanilla si eres occidental y te asomas a su coche pidiendo en inglés que te lleven a algún lado.
Es lo que nos pasó a nosotros, cuando, en el centro de Macao, intentábamos llegar a comer a una casa donde nos habían invitado y ni un solo taxista quiso llevarnos. No comprendían nada de lo que les decíamos, se enfadaban y arrancaban el coche dejándonos en medio de la calle.
Mi compañero vio la salvación varias veces en los viandantes, pero ninguno entendía ni jota de inglés. Por fin, asaltamos a un vejete que, en un broken english, nos dijo que sabía cómo llegar. De la manita nos acercó amablemente a una parada (la línea 6) y dio el alto a un autobús. Suspiramos aliviados al ver cómo se abría la puerta y nuestro salvador empezó a hablar, con voz que se iba exaltando hasta el grito, al conductor.Tímidamente empezamos a subir, mientras nuestro amigo gritaba más y más al otro que empezaba a interrogarle en ininteligible chino cantonés. Todo parecía ir bien, o más o menos eso nos parecía.
Hay un lenguaje universal que va más allá de los idiomas: son los gestos y los silencios. Después de las explicaciones, el chófer se quedó mudo, como meditando lo que el vejete le había dicho. Éste se quedó, a su vez, expectante. Y nosotros, aguardando la respuesta comprensiva de quien nos había de llevar a nuestro destino. Pero, de pronto, el tío largó una carcajada.
Nuestro anciano guía se encocoró y le volvió a chillar, pero el chófer siguió riendo y, riéndose, echó hacia atrás la cabeza y comentó en voz alta algo a los pasajeros. Cuatro o cinco se troncharon de risa sin hacer caso del vejete que estaba ¿furioso? intentando que le comprendieran.
Nos quedamos cortados.
Pero el chófer, descuajeringándose, nos hizo un gesto y entramos. Al cerrar la puerta y arrancar el bus, escuchamos en la calle los gritos ininteligibles del otro. En la carrera el chófer todavía siguió comentando entre risitas la jugada con los pasajeros. A todos les parecía muy divertido. Pasados unos cinco minutos de desconcierto occidental, el vehículo paró exactamente en el lugar donde queríamos. Por suerte nadie nos pidió el billete. Y bajamos.
Sonríe China...
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