Cuando llegué a la una de la madrugada a Victoria, el taxista me preguntó si yo venía al congreso de Humanidades. Qué taxistas más cultos tienen aquí, pensé. Luego me enteré de que a los canadienses se les ha ocurrido organizar todos los congresos universitarios del país sobre Filosofía, Historia, Literatura, etc. en una misma ciudad y en los mismos días del año. Es una manera, me explicaron, de dar visibilidad a las Humanidades y de que la gente en Canadá conozca la existencia de este tipo de investigación académica. Pude comprobarlo en las noticias de la prensa en aquellos días. De pronto el principal periódico del país titulaba: "Oh, the Humanities!", y los taxistas hindúes te preguntaban de qué habías venido a hablar. Por el campus de la universidad de Victoria no sólo te cruzabas con estudiantes y ciervos por los caminos, sino con académicos de todas partes del mundo. También había que tener cuidado de no meterse en el aperitivo de otro congreso: nos equivocamos de mesa y nos echaron unos húngaros de bastante mal café.
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La única excursión que hicimos a los alrededores nos mostró la grandeza de los bosques y montañas en la isla de Cuadra y Vancouver. Si me piden que elija un momento de mi viaje, me quedo con el que tuvimos al bajar a una playa.
Era la desembocadura de un río. Una pareja de adolescentes se encontraba practicando un rito ancestral. El había sentido la llamada de la piedra y se exhibía tirando guijarros al agua con entusiasmo. Ella se hacía la distraída mirando al cielo con la esperanza de que el macho pasara a la segunda parte del plan. Cuando nos vieron, salieron de estampida. Los dejamos irse y, mientras nos reíamos, fuimos dejando atrás un paisaje de inmensos árboles y retamas. Por fin nos quedamos frente a las aguas del estrecho de Juan de Fuca. Al fondo se veían las montañas. Aquello era tan grandioso que nuestro grupo se dispersó buscando la soledad. La charla de amigos se interrumpió de golpe. Todos queríamos estar solos en aquel pedazo íntimo del fin del mundo.
Alguien más debió de pensar lo mismo. Mientras paseaba entre las piedras de la orilla, eché la vista atrás, hacia el bosque. En medio de aquellos árboles, que eran como pilares de una catedral, divisamos una casa plantada entre las ramas. Debía de estar por lo menos a quince metros del suelo. Camuflada entre el ramaje, era imposible descubrirla si te acercabas al bosque. Sólo era posible divisarla desde la orilla. ¿Quién pudo hacer aquello? ¿Cómo llegó hasta arriba? ¿Quién viviría allá?
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