"Haré un verso sobre absolutamente nada", escribía hace más de mil años Guillermo de Aquitania. A mí las columnas que más me gustan de Enrique García-Máiquez son las que, hablando de nada, lo dicen todo. El autor se puede pasar la mitad del artículo lamentándose de no tener tema de que hablar hasta que una charla con su mujer en el último párrafo, le da una idea: el matrimonio sirve para hablar, entre otras cosas, de que no tiene temas de que escribir. De ahí a la felicidad conyugal, un paso.
El truco está en la capacidad que tenga el columnista de sorprenderse con la rutina. Jon Lee Anderson decía: "Si algo se vuelve cotidiano, nos olvidamos de los detalles". Las mejores crónicas periodísticas no tratan de lo extraordinario que se vuelve ordinario (en todos los sentidos, por cierto), sino exactamente al revés: aquellas que hacen que la rutina se vuelva del color del diamante. A muchos les divierte Enrique García-Máiquez cuando se convierte en deslenguado azote de progres y corruptos. A mí también. Pero me gusta aún más cuando tiene que evocar una noche en blanco, elogiar al petirrojo o pasear con su niña en busca de limones. Por ahí, por ahí es por donde los ángeles escriben los artículos.
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