martes, 4 de agosto de 2009

A vueltas con lo policial

Las encuestas, como todo el mundo sabe, mienten, pero algunas mienten más que otras. Por ejemplo, las que preguntan sobre política o las que tratan sobre los hábitos lectores de la gente. Las primeras hace tiempo que me aburren y las otras, por lo menos, deparan curiosidades. Se ve que los encuestados quieren quedar bien al precio que sea. Por eso los números no cuadran: en realidad, España es un país mucho más analfabeto de lo que dicen las encuestas. No obstante, en cierta encuesta reciente me llamaron la atención algunos datos. Allá va uno de ellos: alrededor del 24 por ciento de las personas que se confesaban lectoras decían sentir predilección por la novela histórica, mientras que sólo el 4,5 % manifestaban leer novelas policíacas. Me parece que este dato parte de una premisa falsa, a saber, que la novela histórica sea un género superior, cuando la mayoría de este tipo de libros suele ser una birria, al menos hoy en día. Y luego existe un prejuicio esnob hacia lo policial que se desmiente cuando vemos cuantos ejemplares circulan en la calle de la trilogía de Stieg Larsson.
Ojo, no quiero decir tampoco que la novela policial sea literariamente más interesante que la histórica. Cada una tiene sus reglas y no siempre lo policial acaba de satisfacerme del todo.
Hoy se percibe que muchas historias policiales se dedican a realizar una crónica alrededor del crimen levantando las miserias de una sociedad en descomposición. Gracias a las novelas de Márkaris, Mankell o Donna León, por ejemplo, paseamos por los rincones menos recomendables de Grecia, Suecia o Italia. Da la impresión de que a muchos escritores policiales ya no les interesa el enigma en torno al crimen, a veces ni siquiera el suspense (léase Váquez Montalbán), sino que se limitan a contar una investigación, a veces bastante chapucera, y destapan el lado oscuro de una sociedad que no les gusta. Quizá no sea casualidad que muchos portagonistas no sean ahora geniales investigadores privados (algo "demasiado" anglosajón), sino probos funcionarios públicos que se enfrentan a la corrupción y la mezquindad dentro y fuera de su propio cuerpo policial: el comisario Jaritos, Wallander, Montalbano, etc.
Para mí, el problema de este tipo de relatos (por muy bien construidos y escritos que estén, como en el caso de Mankell), reside en que todos parten de la idea de que el origen del Mal ha de buscarse en exclusiva en una estructura social injusta. De hecho, estos escritores a veces parecen realistas sociales disfrazados de novelistas policiacos. Desde mi punto de vista este punto de partida es algo limitado: el Mal también está en el individuo y su libertad. De ahí que me interesen más aquellos escritores como P.D. James que abren sus novelas con un largo prolegómeno acerca de las circunstancias anteriores al crimen. Durante cien páginas el lector espera a que ocurra el asesinato, pero lo que está sucediendo es la explicación de por qué la víctima era un ser odioso para mucha gente. Algunos dirán que James es demasiado premiosa porque les atrae más el tomatazo inicial al estilo escandinavo: una escena con mucha sangre para abrir boca desde la primera página. Bueno: es cuestión de gustos, supongo.
De todas formas, quizá el autor que mejor ha integrado la crónica social con los motivos individuales que llevan al crimen sea el viejo Simenon. Es verdad también que sus novelas siguen la misma fórmula demasiadas veces. Siempre es la llegada del inspector Maigret a un lugar distinto de Francia que se describe minuciosamente, etc., etc. Pero algunas historias suyas sobresalen de forma espléndida. En una conversación reciente con Ángel Ruiz, coincidimos los dos que su novela El caso Saint-Fiacre era una obra maestra del género.

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