Que los Reyes Magos eran los padres fue la primera verdad amarga de su vida. Ahora, muchos años después y en la noche del 5 de enero, tumbado en la cama del hospital, repasaba agónico tantas otras verdades de una existencia, la suya, que no había sido ni agria ni dulce, sino más bien una combinación de los dos sabores. ¿Qué fue de su primer amor? ¡Qué dulce la mirada de ella en la primera noche! ¿Dónde estaría aquel amigo que le engañó? Era tan hermoso volver a ver el sol de su infancia… Pero ahora, rodeado de sus hijos y nietos, sólo esperaba a la muerte. Tosía, y a intervalos perdía la respiración. Desde hacía algunos días había dejado de hablar. A ratos seguía recordando, a ratos perdía la conciencia. Miró hacia arriba; todavía podía adivinar el brillo metálico de la lámpara. Escuchó el sonido de algunos rezos a su alrededor. De golpe perdió la vista para recobrarla de nuevo. Pero ahora ya no se encontraba en la sala de antes. Había un pasillo con una luz y, al fondo, estaban sus padres -¡los Reyes!- aguardando para darle un abrazo.
Quien pudiera morir así.
ResponderEliminarSaludos.
Eso es justo lo que intenté: pensar en una muerte como uno la quisiera. Gracias por tu comentario
ResponderEliminarPrecioso, Javier
ResponderEliminarReleyendo tus microrrelatos caigo en la cuenta que el anónimo me pertenece, y me reafirmo: precioso.
ResponderEliminarSaludos