por el título de un poema que escribí hace años. Y el poema es éste:
La primera mirada es para el sol:
un sol que quema el suelo
y las manos abiertas
del niño que no sabe que soy yo.
En esa hora del mundo
el día se dibuja casi solo:
un río con
barquitos y palmeras
trazando la frontera ensimismada
(velas al viento, torres amarillas),
y el niño mira y anda con cuidado
por patios con señoras y claveles,
por el puerto entre voces y pescados,
por las calles gritonas
donde no entiende nada
porque es otra su clave,
aunque aún no lo sepa.
Delante de la mesa
(¿es ya la hora?)
llaman para comer.
El sol sube hasta un nuevo mediodía
y la aguja apunta al sur.
Dicen que al sur la luz se siente blanca
y yo, que fui del sur, he visto
la tarde enrojecida frente al mar.
Septiembre y sus mareas se han llevado
los últimos reflejos.
Atrás quedan
el asombro y su luz,
palitas olvidadas en la playa.
Delante de una mesa
un muchacho intenta ser un escritor famoso
(papeles, tinta, letras: soledad)
mientras la
tarde se va
rodando por las calles,
voces perdidas, ecos
taciturnos, resuenan
bocinas de los coches a lo lejos.
Pero la aguja sigue en el sur.
Y así llega la noche.
En la baranda queda cierta sombra
con forma de hombre solo.
Está mirando y siente
que su cuerpo desciende hasta la playa
en donde le esperan y le llaman dulcemente
por detrás de una barca.
Una chica le mira
y nunca nadie le miró tan cerca.
Por la orilla cabalgan los caballos.
En la terraza vuelan los papeles
hasta la arena fría.
El agua
verdeladaviene y va, viene, besa y se va.
De pronto, sin querer,
alguien tira la brújula.
Entonces vuelvo a mis plazas de lluvia,
mis campanas de niebla, mis días sin sorpresa,
a mi ciudad del norte,
ciudad cerrada como un medallón de silencio.
La aguja se rompió hace mucho tiempo.
En la penumbra de mi habitación,
delante de
una mesa con libros y vacío,
sueño son una calle de regreso,
una fisura por donde meterme
y echar a caminar por este mundo del norte
sin sur.
Siempre sin sur.
Siempre se pierde el sur.