De aquel tiempo me llegan ahora varias anécdotas y la imagen gentil de María Victoria (la medalla de la Virgen que nos regaló por nuestro segundo hijo...). Tuve la suerte de participar con ella en el jurado del veterano concurso de poesía para alumnos organizado por la Facultad. Ella lo pasaba fatal. Mientras yo iba despachando con apresuramiento juvenil los poemas que me parecían malos desde el primer verso, María Victoria me dejaba hacer y suavemente me reprochaba: "Pobrecitos, pobrecitos cuánto les habrá costado escribir todo esto, cuánto sentimiento habrán puesto...". Era madre hasta el último detalle. De pronto, en medio del montón que nos quedaba, su dedo se plantó en un texto para salvarlo de la quema. Éste, mira éste, me dijo. Y de ahí no se movió. Por más que mi favorito era otro, ella, mucho más sabia, se empeñó en salvar aquel poema y le dimos un premio. El autor resultó ser un estudiante de tercero de Derecho que se llamaba Enrique García-Máiquez. Otra cosa más que le debo a M.V.
Leyendo tantas veces su poesía singular, siempre he pensado que, como en los seres extraordinarios, allí se reúnen cosas que son opuestas en la superficie: la serenidad y la pasión, la misericordia y la ironía, la coquetería y la maternidad, la sensualidad y el mundo religioso. Conciliar todas estas cosas requiere mucha sabiduría.
Copio dos poemas suyos. El primero es de los más citados y es una muestra preciosa de su poesía inicial, exquisita como un camafeo; el otro es más "mío" y su verso final me lo he repetido muchas veces como una jaculatoria.
EPITAFIO PARA UNA MUCHACHA
Porque te fue negado el tiempo de la dicha
tu corazón descansa tan ajeno a las rosas.
Tu sangre y carne fueron tu vestido más rico
y la tierra no supo lo firme de tu paso.
Aquí empieza tu siembra y acaba juntamente
-tal se entierra a un vencido al final del combate-,
donde el agua en noviembre calará tu ternura
y el ladrido de un perro tenga voz de presagio.
Quieta tu vida toda al tacto de la muerte,
que a las semillas puede y cercena los brotes,
te quedaste en capullo sin abrir, y ya nunca
sabrás el estallido floral de la primavera.

EL VIENTO
¿Qué viento el de aquel día? Y yo dejada
allí sobre los montes, sin historia
ya, ni dolor de madre intempestivo,
sin blanco ajuar y sin cambiar pañales,
sin niños al colegio, sin mis lutos.
No queda sino tiempo, Victoria Atencia; tiempo.
No queda tiempo. Queda todo el tiempo.
Versos como el último ayudan a explicar cómo la palabra, más que expresar el conocimiento, ayuda a encontrar la verdad. Gracias Javier por esta entrada. Abrazos piuranos.
ResponderEliminarMaravillosos.
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