viernes, 22 de noviembre de 2013

Santa Cristina y la tienda de frutas


Cuenta el gran poeta peruano Antonio Cisneros que, siendo lector de español en la universidad de Budapest, entró un día en una iglesia mientras se celebraba misa. No entendió nada de lo que decía el sacerdote y, sin embargo, sintió que entendía no entendiendo. Fue el momento de su conversión. Algún tiempo después escribiría El libro de Dios y los húngaros, de donde salió este poema, "Domingo en Santa Cristina de Budapest y frutería de al lado":


Llueve entre los duraznos y las peras,
las cáscaras brillantes bajo el río
como cascos romanos en sus jabas.
Llueve entre el ronquido de todas las resacas
y las grúas de hierro. El sacerdote
lleva el verde de Adviento y un micrófono.
Ignoro su lenguaje como ignoro
el siglo en que fundaron este templo.
Pero sé que el Señor está en su boca:
para mí las vihuelas, el más gordo becerro,
la túnica más rica, las sandalias,
porque estuve perdido
más que un grano de arena en Punta Negra,
más que el agua de lluvia entre las aguas
del Danubio revuelto.
Porque fui muerto y soy resucitado.
Llueve entre los duraznos y las peras,
frutas de estación cuyos nombres ignoro, pero sé
de su gusto y su aroma, su color
que cambia con los tiempos.
Ignoro las costumbres y el rostro del frutero
—su nombre es un cartel—
pero sé que estas fiestas y la cebada res
lo esperan al final del laberinto
como a todas las aves
cansadas de remar contra los vientos.
Porque fui muerto y soy resucitado,
loado sea el nombre del Señor,
sea el nombre que sea bajo esta lluvia buena.






jueves, 21 de noviembre de 2013

Plaza de los héroes

Hay dos maneras de viajar a una ciudad desconocida: o te dejas sorprender o te informas antes. Las dos tienen argumentos a favor y un amigo, buen historiador por más señas, se quedó en el bando de los que no querían saber nada antes de ir a Budapest. Creo que se equivocaba. La historia de Hungría es tan desconocida para nosotros como fascinante y, si no sabes algo de ella, no sólo los letreros, escritos en rarísimo húngaro, sino las imágenes, se vuelven indescifrables.
La plaza de los héroes, por ejemplo. El final de la bella avenida Andrassy no sería poco más que uno de esos espacios monumentales a la parisina que tanto gustaba a la gente hace cien años. Monumentales y nacionalistas, por cierto. En Pamplona tenemos el paseo de Sarasate, ni más ni menos (sobre todo, menos).
Pero se puede entender mejor ese espacio si sabemos algo de lo que nos quiere decir. Es lo que sucede con alguna de las estatuas y sus magníficos bajorrelieves.



Aquí arriba, Colomán, el bibliófilo. Era un rey medieval, culto y tolerante: prohibió las cazas de brujas. Por eso se le ve con un gesto de clemencia hacia la mujer de la esquina. Lo representan idealizado, porque en realidad era feo y deforme. Esto lo hace más simpático todavía.
El siguiente es Bela IV:




Le tocó la terrible invasión de los mongoles que mataron a más de la mitad de la población del país. Y, si no se hubiera muerto de una enfermedad misteriosa su líder, esta gente no hubiera parado de asesinar europeos hasta llegar a Cádiz. Por eso al pobre rey se le ve inclinado, como el árbol, sobre los cadáveres y los buitres.
Ahora viene Jan Hunyadi, que le dio muchas palizas a los turcos. El movimiento del bajorrelieve es espectacular:



Y, por último, Matías Corvino, el rey sabio, constructor y renacentista:




Después de él regresaron los turcos y lo aniquilaron todo por más de ciento cincuenta años.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

El autorretrato y los selfies

La semana pasada anduvimos por Budapest: ciudad maravillosa. Nos acercamos al Museo de Bellas Artes, donde ya estuve la otra vez, y me reencontré con este cuadro de un pintor desconocido para mí:



Jan Kupecky se retrata con su familia, que es un modo de decir: "Yo soy yo y ellos; mi yo no se explica sin ellos". A la esposa la pinta con un seno desnudo, como expresando a la vez la atracción física del marido y el orgullo que siente ante todo el mundo por su belleza. Muy bien. Y además, está la condición de madre que descubre el pecho, algo cansada porque no ha dormido mucho, con el hijo bastante crecidito que ya quiere darle un guantazo al espectador. Pero lo que más me gusta es el rostro del pintor, modernísimo. Ahí nos está mirando, atentamente feliz y un punto arrogante. Se ve cuánto tiempo ha dedicado a estudiar su gesto y el de los suyos, poco a poco, buscando sin prisa. La diferencia entre el gran autorretrato y los selfies de ahora quizá están en el mimo en que, en la pintura, el yo trata de conocerse y mostrarse a los demás. Por eso en los selfies, que son el ego con prisa, lo normal es salir con cara de tonto.


martes, 19 de noviembre de 2013

El taxista

El taxista de Madrid con licencia número 31247363GH abrió su tableta y leyó:
-¿Quieres saber el día de tu muerte?
 Aprovechando el ratito de descanso, le dio a "Aceptar":
- Morirás hoy a las 9.30 horas de la mañana.
-Pues sí que estamos buenos, se dijo Domingo Domínguez, que así se llamaba el taxista. Y se bajó una aplicación del juego "Grand Theft Auto".
Estaba rematando virtualmente a un traficante de drogas cuando le distrajo un golpe en la ventanilla trasera.
-¿Me lleva a Nuevos Ministerios?, le preguntó la voz del cliente.
Domingo echó a rodar en Atocha, atravesó Recoletos, saludó al dios Neptuno y se embaló ya cerca de Colón. Como el otro estaba encerrado en un silencio fúnebre, volvió a pensar en la misión interrumpida en el juego. Tenía que acabar de romperle la cabeza al traficante, recoger la mercancía en el almacén y esperar a su contacto en...Pero, de pronto, el cliente dijo como un heraldo de la muerte:
-Está usted llegando tarde. Acelere, acelere, hombre, que así no llegará a tiempo.
-Qué prisas tiene usted.
-Eso es cosa suya, que es el profesional.
Vaya tío tan desagradable, pensó Domingo, pero le metió más caña al coche. Empezó a lloviznar. A la altura de Gregorio Marañón la camioneta le entró por la izquierda como una puñalada. El taxista sólo alcanzó a decir "Joder" y frenó con desesperación. Luego vino el silencio.
Domingo abrió los ojos y trató de ubicar al pasajero, que se había hecho humo. Se palpó la frente y comenzaron a sonar las bocinas a su alrededor. Eran las 9,31 de la mañana.

jueves, 7 de noviembre de 2013

La falsa leyenda de San Virila

Según la piadosa leyenda de San Virila, el monje sube desde el monasterio de Leyre (Navarra) hasta una escarpada fuente, escondida entre los tilos y serbales de la sierra. Tras la caminata agotadora se sienta a escuchar bajo los árboles el dulce trinar de un pajarito. Extasiado por la belleza del momento, Virila ingresa en un trance tan profundo que acaba por quedarse dormido. Son cosas que pasan. Después el monje desciende hasta el monasterio, pero lo encuentra cambiado. Ya no están las mismas piedras: el estilo tosco del románico primitivo  ha cambiado a un gótico irreconocible. Llama a la puerta. Le abre un desconocido. Pronto acude toda una comitiva de frailes que rodean a Virila sin que éste entienda nada. ¿Dónde están sus antiguos compañeros, Sisebuto, Gundemaro, Ramiro? Entonces, uno de los religiosos, el que se dice abad, le pregunta por su nombre. Después se va corriendo a los archivos del monasterio y vuelve con unos librotes bajo el brazo. Según consta en los papelajos, Virila habría sido un fraile que vivió en el monasterio... trescientos años atrás. Esto había sido el tiempo prodigioso en que el santo se quedó en éxtasis mientras elevaba su alma a Dios a través del pajarito.
Sin embargo, esta leyenda es un cuento. Aparte de que se registran  milagros parecidos por toda la Europa medieval, hoy en día no se sostiene un milagro así. No hay quien se lo crea. Mucho más interesante es imaginar otra opción. Supongamos que Virila se quedó dormido durante trescientos años, que bajó a su monasterio y que no le llamaron la atención ni las piedras, porque no habían cambiado, ni los habitantes del monasterio, que seguían siendo los mismos. Fray Sisebuto, su mejor amigo, le estaba esperando inquieto porque Virila llevaba demasiado tiempo fuera y era peligroso en aquellos siglos pasar la noche a la intemperie. Fray Gundemaro tocó la campana para cenar y Fray Ramiro bendijo los alimentos. Todos comieron sopas de pan con tocino y se fueron a la cama después de haber rezado las Completas. Virila se durmió entre los ronquidos de la comunidad, bajo el techo del monasterio y las estrellas, que son portavoces del cielo.
Pues sí: habían pasado trescientos años, pero nadie se había dado cuenta. Nadie cambió. Ni Virila ni el resto de sus compañeros. El prodigio se hizo en medio de ellos sin que ninguno se diera cuenta. Así son los verdaderos milagros.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

La mariposa y la viga: aforismos de Fernández Moreno

Ayer, en Madrid, antes de la presentación del Adán Buenosayres en la Librería del Centro, estuve un rato en la Hemeroteca municipal, dejándome los ojos con los microfilms de La Nación de Buenos Aires, año 1950. Pero el resultado valió la pena, entre otros hallazgos, porque encontré estos aforismos del increíblemente relegado Baldomero Fernández Moreno, publicados muy poco antes de su muerte (La Nación, 16 de abril):

La noche empieza en cuanto se dice hasta mañana.

El cielo parece escuchar a través de las estrellas.

La boca escéptica de los peces. 

El declinar de un zapato es siempre noble: se acerca a la sandalia. 

Los ojos son dos torrecillas de cristal y de agua.

¡Con qué señorío traspasa el aroma del azahar los hierros de la cancela!

El viento helado de la noche envolvía a aquella mujer y la abandonaba tibio y perfumado.