martes, 29 de septiembre de 2009

José Antonio Muñoz Rojas



Acaba de morir, casi centenario, el poeta José Antonio Muñoz Rojas. Aquilino Duque ha escrito una preciosa reseña en su blog y yo no puedo decir nada, o casi nada, porque no lo llegué a tratar. Pero me queda el recuerdo de unos cuantos poemas de una modernidad increíble para el último representante del 27. En estos días me atreví a dar unas vueltas en torno a la palabra "felicidad" y me doy cuenta de que no supe dar con la tecla justa. Sólo faltaba que alguien pudiera hacerlo, dirá alguno. Y tendría razón si no fuera por Muñoz Rojas quien, con claridad admirable, encontró el tono y la verdad en estos versos:

La dicha, qué es la dicha? (La palabra
no me hace feliz, dicho de paso). Yo diría
que es sencillamente ir contigo de la mano,
detenerse un momento porque un olor nos llama,
una luz nos recorre, algo que nos calienta
por dentro, que nos hace pensar que no es la vida
la que nos lleva, sino que nosotros somos
la vida, que vivir es eso, sencillamente eso.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Un cuento sobre la felicidad

En el instante de depositar su beso sobre la Bella Durmiente, el príncipe se da cuenta de que se ha equivocado: él amaba a otra doncella que duerme lejos, en otro bosque y otro cuento, Blancanieves. Pero es demasiado tarde, porque desde abajo la Bella echa sus brazos sobre él y, soñadora, le responde apasionadamente. Él se acostumbra pronto. Luego tienen hijos, viven felices y comen perdices.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Progreso

Su casa no era lo bastante fashion para ella. Ella siempre pedía más. Primero contrató a una amiga arquitecta de interiores para que diseñase las reformas pertinentes. Hubo que quitar puertas, levantar el suelo y tirar dos tabiques, pero los obreros dejaron un salón hermosísimo de noventa metros cuadrados. Más tarde pensó que la cocina debía dar al mar, aunque eso suponía llevarse por delante el cuarto de baño, lo que motivó una horrible disputa con aquella amiga que no siguió siéndolo tras dos horas de discusión. Desde luego, la gente era obstinada. ¿Por qué no trasladar el retrete de sitio? Nuestros abuelos llevaban el excusado fuera de la casa. Subcontrató a unos chapuzas para que tirasen el baño y levantasen un cuartito de tablones de madera en un extremo del jardín. Ahora ya se ahogaba menos, ahora ya se divisaba la lámina azul del mar desde el ventanal de la cocina. Suspiró casi satisfecha: desde luego, los cambios mejoraban mucho las cosas. Todo hubiera sido perfecto, si no fuera porque cualquiera que entrase podía tropezar con obstáculos imprevistos, por ejemplo, esos sillones tan innecesarios y esa librería tan pesada. Para mejorar la perspectiva, los sacó a todos fuera y, de paso, echó abajo las ventanas. Dejó un espacio abierto, una gran cristalera, entre las habitaciones y el jardín. Algo faltaba, sin embargo, para llegar a la perfección. Entonces se dio cuenta de que llegaba la hora de la reforma definitiva. A la mañana siguiente, unos bulldozers se echaron sobre los muros principales. Al principio la casa se quejó con un ruido parecido al de un grito de terror. Pero, luego, tras el derrumbe, llegó el silencio. Entre los ladrillos se asomaron pronto las plantas y los bichos. Se sentó a contemplar su obra, vencida por el agotamiento, pero feliz: el esfuerzo había valido la pena.

jueves, 24 de septiembre de 2009

Desorientación

En la vida no se pueden seguir todas las direcciones posibles.
Norte-Oeste-Sur-Este. Es decir: N.O. S.É.

Felicidad a lo bruto

Hoy en día nos gusta tasarlo todo, acaso porque en una sociedad insegura de sí misma los números ofrecen las certezas que nadie se atreve a proferir. Me entero de que, hace una semana, a Sarkozy se le ha ocurrido que, para conocer el nivel de desarrollo de los países, se le añada al PIB de toda la vida un indicador del grado de felicidad nacional. Pues van buenos los franceses. Sarkozy debiera tener cuidado con estos brotes suyos, porque por ahí le toman en serio y se fijan en el número de sonrisas por país y Francia queda por debajo de sus ex-colonias, un Senegal o un Gabón, sin ir más lejos.
Por lo demás, a mí todo esto me recordó de nuevo a mi casa, que es en donde termina pensando uno, lo quiera o no. Mis hijos pequeños ven cierta serie televisiva de nombre ridículo (Código Lyoko, o algo así) en la que el protagonista va corriendo aventuras tan contento mientras por un micrófono informático sus amiguitos le van chivando cosas como: "¡Te quedan 25 puntos de vida! ¡Date prisa!". Sólo 25 puntos de vida: qué fuerte, Dios mío. Hay que ser dibujo animado para no morirse del susto si te dicen esto por la calle.
En fin, no sé qué pensar de tanta medición. Antes todo resultaba más fácil, porque se tasaban sólo las cosas visibles. Pero ahora se intenta poner puertas al campo de lo invisible y esto es difícil porque lo primero consiste en saber donde acaba la parcela de cada uno y donde empieza la del vecino. A ver: la felicidad, por ejemplo. ¿Dónde empieza mi felicidad para que me la midan bien y no se confunda con la de mi prójimo, por ejemplo, mi mujer y mis hijos? O quizá la solución está en confundirlas para que el resultado dé un número positivo...

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El dolor que observa

Un hombre que sufre se vuelve observador, escribe Julio Ramón Ribeyro. Cierto: ¿Pero a dónde le llevan sus observaciones? ¿De veras sabe más del mundo quien vive doblado por el sufrimiento? Mi propensión al escepticismo me hace dudar de casi todo, incluso de lo que dicen los escépticos. Me acordé de todo esto cuando ayer escuchaba a un amigo, gravemente enfermo, decir lo siguiente:
-Cuánta gente buena hay en el mundo... Lo que pasa es que los malos se llevan toda la publicidad.
Ciertísimo: él sí que había observado bien.

lunes, 21 de septiembre de 2009

La última de P.D.James


Me atrajeron las novelas de P.D. James cuando leí que el protagonista, Adam Dagliesh, era detective y poeta. Desde entonces habré leído casi todas, amén de un interesante diario compuesto por la escritora oxoniense hace ya unos cuantos años. Ahora ha salido traducida la que quizá sea la última entrega de la serie de Dagliesh. En ella el personaje concluye sus andanzas con un happy end de lo más convencional, felizmente casado después de que, trece novelas antes, la autora decidiese presentarlo en sociedad como un joven viudo destruido por la muerte en el parto de su primera mujer.
Muerte en la clínica privada respeta el molde de todos los libros inmediatamente anteriores: asesinato en un edificio aislado del mundo, entrevistas con los sospechosos en el salón, falsas pistas sabiamente dosificadas y una serie de crímenes para distraerse por el camino hasta que estalla la traca final en donde se resuelve todo. Dicho esto, lo que me sorprende de P.D. James es que, a pesar de la acumulación de tópicos con los que trabaja, todavía consiga entretenerme. Ahora bien, a veces entretener no quiere en realidad decir nada, o casi nada. Un buen lector puede divertirse con un libro que a otro lector igualmente capaz le parezca insufrible. A Vargas Llosa la saga de Millenium le ha parecido la octava maravilla de los folletines, mientras que a Paz Soldán le ha resultado infumable. Uno y otro son dos escritores más que solventes y, por cierto, con gustos bien parecidos. Pero aquí difieren.
Volvamos a los nuestro. Pensada en frío, Muerte en la clínica privada es sin duda más floja que las anteriores. A los elementos convencionales de siempre -y la solución casi previsible- se le unen otros actualizados y políticamente correctos, como ese final rosáceo en donde la pareja de lesbianas contempla arrobada como sus amigos Dagliesh y Emma se casan y son felices y comen perdices.
Y sin embargo, esta novela sigue siendo P.D. James en estado puro. Los personajes están muy bien armados y representan una Inglaterra neopagana y hedonista, en estado de descomposición. Ninguno es enteramente malo y todos merecen compasión, tanto los asesinos como las víctimas, que por cierto también han hecho lo suyo para merecer la muerte. Por aquí y por allá aparecen juicios sagaces que delatan a una escritora que, aunque escriba dentro de un corsé tan obvio, no renuncia a la inteligencia. Algunas situaciones me resultan francamente cercanas y, por cierto, inquietantes. Por ejemplo: una de las mujeres sospechosas renuncia a volver a dar clases de latín en la universidad porque, según ella, ya no hay casi alumnos. El Departamento de Filología clásica ha cerrado, así como el de Física ha pasado a ser el de Ciencia Forense y el de Teología se ha reconvertido en Religiones comparadas. A este paso, asegura la misma afectada, se llamará Religión y Periodismo o Religión y Ciencias forenses. De una u otra forma, estas palabras las podría firmar la propia autora.
En otra ocasión Dagliesh y sus ayudantes se dirigen a entrevistar a un sospechoso y ven

una valla publicitaria. Alguien había pintado "El diablo está en internet" con trazos de pintura negra. Debajo, escrito con más cuidado: "No existe Dios ni el diablo". En el panel siguiente, esta vez con pintura roja: "Dios vive.Véase el Libro de Job". Esto conducía a la exhortación final: "A la mierda".
-Un final bastante corriente en las disputas teológicas, aunque rara vez expresado tan groseramente, apunta Dagliesh, hombre escéptico pero de sólida formación religiosa.

P.D. James es una mujer educada en el humanismo y en las enseñanzas anglicanas de la High Church. Su retrato del mundo actual indica el de una inteligencia desmoralizada que advierte la decadencia sin remedio de su mundo, el mundo que ella vivió en su infancia y juventud. Adam Dagliesh, el poeta aclamado y el detective más resolutivo de la policía metropolitana, posee esa visión refinada y espiritual de las cosas, pero sabe que sus compañeros más jóvenes ya no la tienen. Lo culto y lo sórdido, la sutileza y la crueldad conviven en íntima compañía. Y en ese contraste radica, creo yo, lo más personal del universo policial de P.D. James. Por eso sus novelas, aunque ésta última muestre demasiado sus desnudeces, nadan por encima de la vulgaridad.

El mejor diccionario

Como era políglota y estaba un poco loco, decidió componer un diccionario universal en el que figurasen sólo las palabras de cualquier idioma que mejor designasen a las cosas. Al principio, el reto no parecía difícil. Era obvio, por ejemplo, que el inglés “ring” expresaba mejor la idea de timbre que en ninguna otra lengua. ¿Y qué decir del polaco “swist”, que era silbido con los dientes? Casi por lo mismo, el catalán “esclops”, zuecos, representaba maravillosamente el ruido de los zapatos de madera sobre un campo holandés mojado en invierno. A veces resultaba penoso decidirse por un término en detrimento de otro. En igbo la lluvia se dice “immri”, que se parece al castellano “llovizna”: en las dos se veía el agua adelgazarse antes de llegar al suelo. Mayor trabajo le proporcionaron algunos significados abstractos, aunque la dureza del alemán “Tod” iba bien con la muerte. En cambio, para el amor resultaban incomprensibles el rumano “dragoste” o el bretón “karantez”. Mucho mejor era el japonés, “ai”, que resumía quejas y dolores en dos vocales universales. Cuando en un bar le contó este último hallazgo a la chica de sus sueños, ella le miró de un modo distinto. Al día siguiente ya eran novios.

jueves, 17 de septiembre de 2009

El reloj de casa

En la cocina tenemos un reloj de manecillas colgado en la pared. No es gran cosa y, aunque no recuerdo bien, debimos de comprarlo en Ikea o en algún otro lugar donde la gente pasa los fines de semana con la excusa de decorar la casa en donde no están.
Cuando me levanto bien temprano, sólo se escucha por toda la casa el tic tac implacable del reloj. Mientras todos duermen, él es el único consciente de lo que sucede. Cuánta sabiduría hay en ese sonido solitario.

Borges por Bioy, una vez más



Es curioso el interés que continúa produciendo el enorme volumen del diario de Bioy Casares sobre Borges. Se han dicho muchas cosas, algunas favorables y otras bastante negativas. La última, bastante sensata aunque disiento en algunos puntos, la he visto firmada por Mabalot. No pocos han llegado a la conclusión de que Bioy siguió el ejemplo de Boswell junto al doctor Johnson: algo así como el mediocre que, embobado, toma nota de todo lo que ve y escucha del genio durante décadas. La comparación me resulta injusta para el autor de una novela tan extraordinaria como El sueño de los héroes, además de otros libros notables. Se suele olvidar que el mamotreto de mil páginas sobre Borges es, en realidad, una selección organizada por el propio Bioy y Daniel Martino, amigo personal, investigador y editor del autor de La invención de Morel en sus últimos años. Por lo demás, Bioy, en realidad, había escrito un diario larguísimo a lo largo de más de cuarenta años por lo menos, donde hablaba de todo y donde, por supuesto, salió muchas veces su amistad con Borges. Algo se ha publicado ya, pero queda más, seguro.
A otros comentaristas les ha llamado la atención la reiterada frase "Borges come en casa". Bien, es verdad que es un rollo leer esto una y otra vez, pero qué se le va a hacer: son las servidumbres del género. Se trataba de un diario, no lo olvidemos, y en un diario se cuenta toda clase de minucias. Además, Borges era probablemente un gorrón. Su afición por quedarse a comer (a cenar, en español de España) se puede ver, por cierto, en unas líneas de su maravilloso cuento "El aleph", en donde el autor se ríe de sí mismo.
Un hallazgo para otros ha sido la malicia con que hablan Borges y Bioy de tantos colegas o de la literatura española. Pues vaya descubrimiento. Los dos eran tímidos, y ya se sabe que la ironía es el arma de los tímidos inteligentes. Y que los dos eran unos maldicientes incurables, basta descubrirlo leyendo los libros que firmaron al alimón. Dicen que cuando Borges y Bioy se encerraban a escribir juntos, se escuchaban sus carcajadas casi desde la calle. Algunas maldades que suelta Borges en el diario son francamente divertidas, como cuando Bioy le dice que el escritor y crítico Enrique Anderson Imbert viene a Buenos Aires, y el otro le contesta: "Qué bueno, entre tanta gente como hay, siempre tendremos la oportunidad de no encontrárnoslo".
Ahora bien, la cuestión más práctica es si vale la pena leer (o comprar) el libro. A mí los dos personajes me resultan simpáticos y he leído -no sé si entero-, Borges por Bioy con placer. En medio de tanta paja como hay, se encuentra oro de vez en cuando: una anécdota curiosa, un juicio inteligente y, de vez en cuando, alguna sorpresa real. No sabía yo, por ejemplo, que a Borges le interesara la figura de Jesucristo. Bioy Casares, descreído y liberal, anota en unas pocas ocasiones -tres o cuatro-, sus conversaciones sobre los Evangelios y cómo Borges se irrita ante ciertas teorías heterodoxas sobre Jesús o cómo, al releer una frase de Cristo en la Cruz ("Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"), Borges concluye desconcertado: "Es tan contradictorio, tan increíble, que va a ser verdad todo lo que cuentan los evangelistas".
¿Vale la pena leerlo, en definitiva? Borges por Bioy Casares es un volumen pensado para un tipo de lectores muy particular. Hay que leerlo a saltos, como corresponde a esta clase de libros que son verdaderos cajones de sastre. Da igual que comencemos por la página 356 y sigamos por la 722. Hay que perder el miedo a pensar que uno nunca lo ha terminado: sólo así se puede disfrutar de él, como, por cierto, suele ocurrir con toda la literatura.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Este blog se llama así

por el título de un poema que escribí hace años. Y el poema es éste:


La primera mirada es para el sol:
un sol que quema el suelo
y las manos abiertas
del niño que no sabe que soy yo.
En esa hora del mundo
el día se dibuja casi solo:
un río con barquitos y palmeras
trazando la frontera ensimismada
(velas al viento, torres amarillas),
y el niño mira y anda con cuidado
por patios con señoras y claveles,
por el puerto entre voces y pescados,
por las calles gritonas
donde no entiende nada
porque es otra su clave,
aunque aún no lo sepa.
Delante de la mesa
(¿es ya la hora?)
llaman para comer.
El sol sube hasta un nuevo mediodía
y la aguja apunta al sur.

Dicen que al sur la luz se siente blanca
y yo, que fui del sur, he visto
la tarde enrojecida frente al mar.
Septiembre y sus mareas se han llevado
los últimos reflejos.
Atrás quedan
el asombro y su luz,
palitas olvidadas en la playa.
Delante de una mesa
un muchacho intenta ser un escritor famoso
(papeles, tinta, letras: soledad)
mientras la tarde se va
rodando por las calles,
voces perdidas, ecos
taciturnos, resuenan
bocinas de los coches a lo lejos.
Pero la aguja sigue en el sur.

Y así llega la noche.
En la baranda queda cierta sombra
con forma de hombre solo.
Está mirando y siente
que su cuerpo desciende hasta la playa
en donde le esperan y le llaman dulcemente
por detrás de una barca.
Una chica le mira
y nunca nadie le miró tan cerca.
Por la orilla cabalgan los caballos.
En la terraza vuelan los papeles
hasta la arena fría.
El agua verdelada
viene y va, viene, besa y se va.
De pronto, sin querer,
alguien tira la brújula.

Entonces vuelvo a mis plazas de lluvia,
mis campanas de niebla, mis días sin sorpresa,
a mi ciudad del norte,
ciudad cerrada como un medallón de silencio.
La aguja se rompió hace mucho tiempo.
En la penumbra de mi habitación,
delante de una mesa con libros y vacío,
sueño son una calle de regreso,
una fisura por donde meterme
y echar a caminar por este mundo del norte
sin sur.
Siempre sin sur.
Siempre se pierde el sur.

martes, 15 de septiembre de 2009

Súper héroes


Últimamente me dicen algunos amigos que estoy escribiendo muchos microrrelatos con héroes clásicos. Como tienen razón y no quiero ser demasiado repetitivo, me ha dado por escribir sobre los mitos del mundo actual. El problema es que, por mucho que me esfuerce, me salen unos héroes de chirigota. No sé si es por el prestigio de lo clásico o porque el mundo de hoy se ríe de la excelencia. Bueno, ahí va esto y que sea lo que Dios quiera:

Durante la gran crisis financiera de 2008, los superhéroes sufrieron serios problemas de manutención. Después de cada batalla contra los supervillanos, sus vestidos quedaban hechos una pena por culpa de las manchas de sangre y los desgarrones, pero, como la ropa había subido un 20 %, no podían permitirse renovar el vestuario. Lo mismo podía decirse del problema de la cesta de la compra, que, en algunos casos como el de Hulk, alcanzaba tintes dramáticos. Entonces, como siempre que llegaban los verdaderos apuros, Superman encontró la solución. Una luminosa mañana de agosto, apareció rompiendo los aires con una nueva insignia en el pecho: en vez de la caduca eSe de Superman, lucía otra mucho más poderosa: la S del Banco de Santander.
Es bien sabido que los superhéroes son naturalmente conservadores, por lo que la innovación no sentó nada bien al principio. Pero cierta tormentosa noche que presagiaba terribles combates, Batman salió de su supercoche con un anuncio de Coca Cola impreso en la capa. “Siempre serás un segundón”, le retaba Superman, mientras entre los dos le pegaban sopapos a un bicho feísimo que había surgido del fondo de la tierra. Visto el éxito, el ejemplo cundió: el escudo del Capitán América, el martillo de Thor, la malla de Spiderman… todos lucían el patrocinio salvador de alguna benéfica empresa que subvencionaba la guerra contra el Mal.

lunes, 14 de septiembre de 2009

La tentación del fracaso

A mis alumnos les suelo decir que el suspenso es muy educativo. Y conste que no creo ser un profesor que suspenda mucho. Ahora que existen toda clase de mecanismos para ayudar al estudiante a que supere los experiencias terribles del fracaso, que se prohibió por decreto el traumático "cero" y que los alumnos son cada día más sensibles (ojo, pero no más lectores de poesía), me parece que es muy bueno recordar que nada es posible sin aceptar el fracaso, más aún, sabiendo que éste es inevitable, saludable y necesario porque sólo así nos emplearemos a fondo. La vida -no sólo el colegio y la universidad- está llena de suspensos y la solución no está en negarlos sino en combatirlos.
Como me gusta llevar las cosas a mi terreno, que es la literatura, me parece, además, que no se puede escribir sin trabajar y equivocarse mil veces, y que los escritores de verdad han sufrido como salvajes para alcanzar unas cuantas páginas valiosas. Aquí van, por ejemplo, estas líneas de Julio Ramón Ribeyro, cuyo diario personal porta el título revelador de La tentación del fracaso, es decir, la tentación contra la que hay que luchar, darse de frente contra ella, no esconder la cabeza:
Lo único que yo he percibido y que le da una cierta continuidad [se refiere a su diario] es justamente ese desasosiego, esa sensación de descontento, de duda, esa constante interrogación sobre si lo que estoy escribiendo tiene algún valor, y hasta una especie de deseo de no realizar la obra definitiva, pues quizá eso me condenaría a no realizar nada más. Es la idea de seguir buscando, y de ahí surge el título: La tentación del fracaso.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Dos o tres fogonazos

Con el paso del tiempo las personas son más o menos interesantes según les guste el diálogo o el monólogo. Los hombres tendemos al monólogo y las mujeres hablan entre ellas.

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Sensación de hacerse mayor: lo que antes causaba asombro, ahora ya no produce sorpresa. Donde antes había curiosidad, ahora hay registro de datos.


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Antes y después de estas palabras, el silencio.

jueves, 10 de septiembre de 2009

Epitafio

Ayer me puse fúnebre y ahora veo que tendría que haber citado estos versos profundos y esperanzados, que las dos cosas acompañan bien cuando van envueltos en una apariencia hermosa. El poema es de Mario Quintana y se titula Inscripción para el portón de un cementerio:


Na mesma pedra se encontram,
Conforme o povo traduz,
Quando se nasce -uma estrela,
Quando se morre -uma cruz.

Mas quantos que aqui repousam
Hao de emendar-nos assim:
"Ponham-me a cruz no principio...
E a luz da estrela no fim!"...


Incluyo también la solvente traducción (para perezosos) de Enrique García-Máiquez:

La misma lápida ostenta
-según lo entiende la gente-
cuando se nace, una estrella,
y una cruz cuando se muere.

Mas cuantos que aquí reposan
no nos dirían así:
"¡Pongan la cruz al principio,
la luz de la estrella al fin!"



miércoles, 9 de septiembre de 2009

Los escritores y la muerte

Con el paso del tiempo me he ido dando cuenta de que, como dice Fernando Aínsa, los escritores inmortales se mueren. Y debido al buen numero de fallecimientos que existe ya en la república literaria, podemos encontrar toda clase de circunstancias alrededor de cada suceso fatal. Casi todos tienen finales anodinos, en la cama, y éstos se producen de forma coherente. Cada uno muere como vive, aunque alguno dé sorpresas. Dicen que Borges rezó el padrenuestro en cinco idiomas antes de morir. Puede ser. Ahora bien, las muertes que llaman más la atención son los suicidios -adornados con un falso prestigio- o las accidentales, que a veces son tragicómicas, como la del cubano Julián del Casal, que se murió de un ataque de risa. También las hay estúpidas: Tenesse Williams se atragantó con un tapón de pasta dental.

Pero el hecho de que se muera un escritor también nos lleva a pensar en cuáles fueron sus últimas palabras. Alguien que ha vivido del lenguaje durante años, necesariamente tiene que decir algo interesante en el último momento. Acaso las "famous last words" por excelencia sean las de Goethe ("Luz, más luz"), pero a mí siempre me resultó una queja algo patética en boca de quien se sintió poco más o menos que el genio de Europa. Más escalofriantes me resultan las de Bécquer: "Todo mortal". Y hondamente consoladoras las que profirió León Bloy cuando le preguntaron qué sentía: "Una curiosidad enorme". Incluso puedo creer que, en medio de la agonía, el escritor se llegue a sobreponer y a tomarse el asunto con humor. Es lo que le sucedió a Italo Svevo, irremediable fumador, quien le pidió a su yerno un pitillo. Cuando éste se lo negó escandalizado, le contestó en un susurro: "Será el último".

No obstante, lo que de verdad pueden decir los escritores sobre la muerte, no está en su propia vida, sino en aquello que escribieron. Esto es asunto largo y denso para que me ocupe de él aquí. Para eso ya está mi amigo el profesor Luis Galván dedicado a estudiarlo a fondo. Pero sí creo que las respuestas de cada libro, si éste de verdad vale la pena, obedecen a una vivencia profunda que conecta con eso que llaman el espíritu de la época o del autor. Nabokov, escéptico y descreído, trivializa la muerte con magia y estilo. Si tiene que contar el accidente mortal de un personaje insignificante, lo resume entre paréntesis y con una coma genial: (picnic, lightning). Hay muchísimos cuentos que revelan una visión sabia sobre el morir. Pienso ahora en "Página de un diario" de Ribeyro, en "Obdulia, un cuento cruel" de Antonio Pereira o, por supuesto, en La muerte de Iván Ilitch. No obstante, a mí me sigue conmoviendo por encima de todo la muerte de Don Quijote: es tan difícil encontrar la dosis justa de tristeza, realismo y altura moral. El personaje siente que se muere y va arreglando serenamente sus asuntos, como quien es: un caballero cristiano. Sancho, el ama y la sobrina, el cura y el barbero, entran y salen desolados de la habitación durante días. Parece que hasta el propio Cervantes siente pena de su criatura y busca un circunloquio porque le cuesta decir la palabra terrible: "dio su espíritu, quiero decir que se murió". Vuelta entonces a la pena general: el personaje se muere de melancolía. Hoy día hablaríamos de depresión. Y de pronto, en medio de la desgracia, todos sus allegados, todos aquellos que están sinceramente doloridos, desde la sobrina hasta Sancho, empiezan a frotarse las manos. Los dolores de la muerte se atenúan con la alegría de heredar... En fin, que esa mezcla de sentido trascendente y observación de andar por casa, define la sabiduría de Cervantes. A veces pienso que Don Quijote debiera leerse a veces empezando por el final.


martes, 8 de septiembre de 2009

Superioridad de los idiomas

"El idioma gallego hace más fácil lo difícil", me decía este verano un intelectual galleguista. Y el hombre continuaba:
-¿Por qué decir "siempre" si se puede decir "sempre"? ¿O "cuatro" si aquí tenemos "catro"? El gallego es más directo y respetó más lo que viene del latín. El castellano, lo malo que tiene es que ha cambiado mucho todo, y eso por no hablar del francés o del italiano.
Tengo un carácter más bien secundario y me llevó tiempo reaccionar a la boutade. Creo que entonces le dije que por esa regla de tres lo mejor sería que todos siguiésemos hablando en latín, la lengua sencilla de Horacio. Ahora, pasado un tiempo, sé que podía haberle contestado con sus mismos argumentos: ¿por qué en gallego se dice "mais" y no "más", o "ámbolos" en lugar de "ambos"?. Pero da igual lo que yo piense: las lenguas -el gallego, el castellano, todas- no son mejores ni peores; son sus hablantes quienes las ennoblecen o las estupidizan con sus palabras.

lunes, 7 de septiembre de 2009

I 've had a dream

Este blog tiene por norma no contar demasiadas intimidades, pero hoy voy a hacer una excepción: he soñado con Zapatero. Nuestro presidente estaba subido a una tarima y metido en un monedero gigante, con cremallera y todo. Se dirigía a una multitud (¿mineros leoneses?) y , mediante un característico accionar de brazos, les enseñaba el artilugio en el que estaba metido. Decía algo así como:
-¡Este es un vehículo ecológico y responsable con el medio ambiente! ¡Resolverá el problema de energía en nuestro país porque funciona con energía eólica!
Acto seguido, el monedero se elevaba y subía hasta los cielos con Zapatero saludando desde lo alto. La gente aplaudía. Pero luego el monedero volador se metía en una nube y no sé cómo se llenaba su interior de agua. Zapatero empezaba a estornudar y el aparato estaba descendiendo cuando la luz del dormitorio se encendió y tuvimos que darle Dalsy a mi hijo pequeño porque le dolía la pierna.

domingo, 6 de septiembre de 2009

La Eva de Durero


El otro día, en el museo del Prado, mi amigo Jaime G-M nos llevó a conocer el taller de restauración. Allí estaba una señora muy amable trabajando delante de la Eva de Durero. Una parte importante del cuadro había quedado depurada y limpia, dejando asomar el color y el trazo antiguos. Y allí estábamos nosotros pasmados ante la resurrección de la carne de Eva, pintada hace quinientos años. A su lado esperaba otro cuadro por restaurar, el de su compañero hecho un Adán.
Durante media hora, mientras escuchaba las explicaciones de la experta, aquella pintura se nos habia vuelto misteriosamente cercana. A unos centímetros teníamos un Durero auténtico, como siempre lo habríamos podido contemplar en el Prado, pero sin el marco, sin la sala, sin gente alrededor que pasease con gesto reverente. En cambio, todo ahora parecía más vivo y real: la piel rosada, el oro del cabello de Eva, brillaban de una forma espléndida en medio de sillas, mesas y conversaciones cotidianas.
Es extraña la barrera que nos imponen los museos. En la época de Durero nadie pintaba para que se exhibiesen sus obras en esos lugares sacrosantos que consagró el primer siglo laico de la historia, el XIX, al mismo tiempo que los zoológicos y las exposiciones universales. Hoy en día ingresas en recintos y galerías con la conciencia saludable de que vas a ver cosas hermosísimas, y ciertamente es así, pero nunca la Eva de Durero me emocionó tanto como la vi el jueves pasado, al desnudo de verdad.
Los museos son sin duda una solución inevitable y necesaria. Pero la belleza más perfecta aparece siempre de forma imprevista, casi distraída.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Un clásico colombiano


Al colombiano Aurelio Arturo le bastaron una veintena de poemas para convertirse en un poeta excelente. Quizá no sea decir tanto: San Juan de la Cruz necesito menos todavía. Sin embargo, a este poeta de nombre que suena a brasileño se le conoce muy poco fuera de su país. He aquí el destino de tantos clásicos escondidos de la literatura hispanoamericana. Es una injusticia, como se puede comprobar leyendo, por ejemplo, estos versos:

He escrito un viento, un soplo vivo
del viento, entre fragancias, entre hierbas
mágicas; he narrado
el viento; sólo un poco de viento.

Ahora acaba de salir una edición española de su poesía. Quien quiera más detalles, los puede ver aquí.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

El hilo de Ariadna

Una mujer está gritando en la playa de la isla de Naxos. Desde la nave que se aleja, Teseo el ingrato mira al otro lado, esperando que esos chillidos de gaviota herida se vayan apagando y confundiendo con el murmullo del mar y la canción del viento. Hasta hace unas semanas Ariadna le ha sido útil y, durante la travesía, se divirtió con ella y hasta le prometió algunas cosillas. Pero ninguna promesa debía torcer su destino de héroe, de eso está seguro. Además, la muchacha es un poco anodina, por muy princesa de Creta que sea: en Atenas hay decenas de doncellas que valen más.

Transcurre una media hora y ya se han disuelto en el aire los patéticos lamentos de la abandonada. Teseo suspira y entiende que su recuerdo, aunque desagradable y doloroso, se irá desvaneciendo como su voz en cuanto pasen unos días. De ella sólo guardará, como botín, un trozo del hilo que le ayudó a no extraviarse por el laberinto. Sólo necesita no pensar.

Y así, el silencio y el sueño de la noche acuden en su ayuda. La luna se proyecta en las velas que el héroe mira antes de dormirse en cubierta. Pero, al poco tiempo, se despierta sobresaltado como si algo le estuviese sacudiendo en una mano. Le ha parecido escuchar otra vez los gritos de Ariadna. Un poco inquieto vuelve a dormirse y, de pronto, siente otro tirón en el bolsillo y un aullido de terror que regresa desde la isla lejana. Teseo es supersticioso. Al recobrar la lucidez, cree que el hilo está encantado y no le da tregua, como si fuera un cable que lo conectase fatalmente con la desesperada Ariadna. La solución parece fácil: se incorpora y tira la cuerda por la borda.

Ya más tranquilo regresa al lecho. Pero el remedio es inútil, porque los gritos vuelven muchas veces más a lo largo de la noche. El hilo que le dejó Ariadna es invisible y desde entonces no le deja descansar en lo que le queda de vida.