domingo, 9 de febrero de 2014

Concierto del agradecimiento

Ayer, en su homenaje, Rafael Alvira, explicaba, con esa manera tan suya de aprovechar la ocasión para trascenderla, que hacer filosofía es un modo de agradecimiento hacia el mundo por el mismo hecho de ser. Y se me ocurrió entonces que cualquier forma de la cultura es ya un motivo de agradecimiento por el mismo hecho de estar vivos. Pero, entretanto, Alvira seguía y decía que debiéramos vivir agradeciendo como el bajo continuo de la música barroca, que es así, siempre fiel, siempre constante. Y allí Alvira, con su voz baja y continua, volvió a dar su nota más alta.

jueves, 6 de febrero de 2014

La estatua de Woody Allen

A la estatua de Woody Allen la han puesto verde de pegatinas en Oviedo: "¡Fuera pederastas de mi ciudad!", dicen, o algo así. Un suceso tan imbécil me suscita dos reflexiones: la primera tiene que ver con la manía absurdamente democrática de colocar las esculturas a pie de calle para que cualquiera las pueda infamar. Nuestros padres ponían un pedestal que no sólo exaltaba al personaje, sino que lo defendía del deseo mimético de sus conciudadanos. Una estatua es, por definición, un monumento tan perenne como el bronce: no sirve para que la gente le ponga o le quite gafas,  la cubra con plásticos o le pinte cualquier idiotez. Y más en España, país famoso por su amor a la escultura.  
La otra cuestión es menos banal: bastan unas palabras rápidas en la Red para destruir la fama de cualquier persona. No sé si serán verdaderas las acusaciones de esa chica con pinta de resentida (para mí que no lo son), pero la masa siempre ha tenido sed de linchamiento. Ahora, gracias a la tecnología y  los nuevos dogmas, la calumnia se vomita a toda velocidad y enseguida las gentes pueden calmar sus rencores con un bonito auto de fe. Hace poco leí Un hombre al margen de Alexandre Postel, una novela que habla justamente de esto, de cómo el miedo social aplasta a la persona a partir de lo políticamente correcto. Ha ganado el premio Goncourt a la mejor primera novela. No es quizá un libro extraordinario, pero sí muy valiente. Hasta se atreve a hablar del lobby gay. Los franceses, sin duda, tienen menos miedo a decir ciertas cosas. 

A quien madruga...

Como todas las mañanas de domingo de los últimos treinta y siete años, don Epilobio Calvo se despierta para hacer  un zumo de naranja a su señora. Le gusta madrugar y desayunar tranquilito en la cocina. Mientras exprime las frutas, descubre a Victoria Beckham que lo está mirando con ojos de pantera.  A don Epilobio casi le da un soponcio pero es cierto: allí está, la mismísima Victoria, en medio de la cocina, en apretadísimo traje de baño y con un látigo en la mano. Antes de que los dos digan nada, la tía hace chasquear el látigo contra el piso.
-Pero oiga, oiga, ¿qué hace usted?, salga de aquí o llamo a la policía, dice don Epilobio que no sabe inglés.
Ni caso. La intrusa no le entiende porque, abriendo mucho sus ojos de felina, vuelve a dar otro latigazo y se le acerca muy despacio. Epilobio se va arrimando a la pared y, sin darle la espalda, sale pitando hacia la puerta. A Victoria de pronto no le importa, porque se empieza a beber el zumo.
Hecho una pena de los nervios, Epi llama de inmediato al 092.
-¡Policía! Hay una chica en mi casa que me está amenazando con un látigo!
-¿Cómo dice que se llama?
-Epilobio Calvo, para servirle.
-No, la chica.
-¡Yo qué sé! ¿Y qué importa! Vengan rápido, parece peligrosa. Es una loca, seguro.
-Tranquilo. Está usted soñando. Lo mejor que puede hacer es volverse a la cama y dejar de soñar. Ella no está.
-¿Qué dice? No estoy loco, le digo...
-Ella no está ya. Hágame caso: somos la policía y lo sabemos todo.
Epi cuelga el teléfono. ¿Y si es verdad? ¿Y si estuviera soñando? ¿Pero qué intenciones tendría la chica? Se asoma a la cocina y ya no está. Ni rastro. Ha sido un sueño, seguro. Vuelve al dormitorio y se mete en la cama. Estoy soñando, se dice. A su lado está durmiendo su señora. ¿Y la policia también sería parte del sueño? Da igual. Está soñando. Poco a poco se duerme.
Aguanta una hora en la cama hasta que se reanima. Ya no se acuerda de nada. Como todas las mañanas de domingo de los últimos treinta y siete años, don Epilobio Calvo se despierta para hacer  un zumo de naranja a su señora. Le gusta madrugar...

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