Encuentro un ejemplar de Tirano Banderas tirado en la cama de mi hijo mayor. Es la misma vieja edición que yo leí cuando tenía su edad: dieciséis años. Todavía recuerdo el lugar donde descubrí la novela que decidió por mí la carrera que había de estudiar: era en un recreo del colegio y me tocaba hacer vigilancia del patio. Una de esas tareas que le toca hacer a los alumnos para que el profesor de turno se vaya a tomar un cafelito. Debía de ser primavera, abril o mayo, de 1980. Cayó ese libro en mis manos, lo abrí y ya en la primera página un personaje decía: "Mi jefesito, en estas bolucas somos baqueanos". Mi revelación fue darme cuenta de que no entendía nada. Animado por ese descubrimiento, fui metiéndome en aquella textura de palabras sonoras y extrañas, y quise averiguar cómo funcionaba la novela de Valle-Inclán. Tirano Banderas es un mecanismo que funciona a la perfección. Y la Filología se me apareció entonces como el medio de desmontar el reloj pieza por pieza y entender cómo funcionaba.
Lo releí tres o cuatro veces, en el colegio y en la universidad. Y continué con todo Valle-Inclán, pero ni las novelas del Ruedo Ibérico ni las de la Guerra Carlista, demasiado deshilvanadas, me conquistaron, aunque entonces no lo reconociera. Por supuesto, las Sonatas y el teatro han envejecido mucho mejor.
Tirano Banderas fue seguramente mi primer amor puramente literario. Frases como "Don Celes Galindo, orondo, redondo, pedante" o "la noche brillaba en los ojos de los jaguares" se me quedaron prendidas en la memoria hasta hoy. No estoy seguro, sin embargo, de que experimentase la misma fascinación si volviese a aquel amor de juventud. Es lo que suele suceder con este tipo de reencuentros. Quizá haya algo de españolada en toda esa acumulación deslumbrante de americanismos de toda procedencia, esa síntesis de vocabulario que parece decirnos que da lo mismo Chile que Honduras, que es igual Buenos Aires que Guanajuato.
Pero esto es una simple ocurrencia: tendría que volver a leerlo y para eso habría de quitarle el libro a mi hijo. Además, espero que a él no le suceda lo mismo que a mí. Estudiar Filología ha sido una de las mejores decisiones que he tomado nunca. Pero eso fue mi vida, no la suya.
Lo releí tres o cuatro veces, en el colegio y en la universidad. Y continué con todo Valle-Inclán, pero ni las novelas del Ruedo Ibérico ni las de la Guerra Carlista, demasiado deshilvanadas, me conquistaron, aunque entonces no lo reconociera. Por supuesto, las Sonatas y el teatro han envejecido mucho mejor.
Tirano Banderas fue seguramente mi primer amor puramente literario. Frases como "Don Celes Galindo, orondo, redondo, pedante" o "la noche brillaba en los ojos de los jaguares" se me quedaron prendidas en la memoria hasta hoy. No estoy seguro, sin embargo, de que experimentase la misma fascinación si volviese a aquel amor de juventud. Es lo que suele suceder con este tipo de reencuentros. Quizá haya algo de españolada en toda esa acumulación deslumbrante de americanismos de toda procedencia, esa síntesis de vocabulario que parece decirnos que da lo mismo Chile que Honduras, que es igual Buenos Aires que Guanajuato.
Pero esto es una simple ocurrencia: tendría que volver a leerlo y para eso habría de quitarle el libro a mi hijo. Además, espero que a él no le suceda lo mismo que a mí. Estudiar Filología ha sido una de las mejores decisiones que he tomado nunca. Pero eso fue mi vida, no la suya.
Javier, espero que no quieras decir que te desagradaría que tu hijo estudiase Filología... si ya en este país hay suficientes iletrados, al menos que los más cercanos a uno no lo sean.
ResponderEliminarGracias por tu blog,
María.
No exactamente: a mi me gustaría que mi hijo estudiase lo que él encontrase que le llenara, y eso no tiene por qué ser lo mismo que yo. Si hace Filología, genial, pero que no sea porque quiere ser como su padre, sino porque quiere ser él. Gracias a ti, María, porque me permites que me exprese mejor.
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