Profundamente conmovido, el torturador se acerca a la víctima y le pregunta:
-¿Por qué? ¿Por qué nos hiciste tanto daño?
Desconcertado, el otro no sabe qué responder. Pero tampoco puede hacerlo porque le han tapado la boca y atado las manos.
-¿Por qué? ¿Por qué me obligas a preguntarte? ¿Por qué no quieres escuchar y contestarme? ¿Es que os hicimos algo entre todos? ¿Pero qué fue? ¿Por qué se empeñan, tú y los que son como tú, en querer destruirnos? ¿Por qué nos odian tanto? ¿Por qué, por qué, por qué?
Las preguntas continúan durante una hora sin respuesta aparente.
Después el torturador -un hombre de mediana edad-, abandona la habitación y entra una mujer de mirada inteligente que repite el interrogatorio durante otros sesenta minutos, hasta que la sustituye otro individuo, en este caso un viejo famélico. Y así van sucediéndose horas y torturadores durante siete días.
Al octavo el culpable confiesa ante la sociedad, víctima de sus conjuras, todos los crímenes que en realidad no ha cometido y, de paso, denuncia a sus hijos, a su mujer, a sus padres y hermanos. Luego se siente extrañamente sereno y aliviado.
Le dan a elegir entre la hoguera, la cámara de gas o los leones.
-¿Por qué? ¿Por qué nos hiciste tanto daño?
Desconcertado, el otro no sabe qué responder. Pero tampoco puede hacerlo porque le han tapado la boca y atado las manos.
-¿Por qué? ¿Por qué me obligas a preguntarte? ¿Por qué no quieres escuchar y contestarme? ¿Es que os hicimos algo entre todos? ¿Pero qué fue? ¿Por qué se empeñan, tú y los que son como tú, en querer destruirnos? ¿Por qué nos odian tanto? ¿Por qué, por qué, por qué?
Las preguntas continúan durante una hora sin respuesta aparente.
Después el torturador -un hombre de mediana edad-, abandona la habitación y entra una mujer de mirada inteligente que repite el interrogatorio durante otros sesenta minutos, hasta que la sustituye otro individuo, en este caso un viejo famélico. Y así van sucediéndose horas y torturadores durante siete días.
Al octavo el culpable confiesa ante la sociedad, víctima de sus conjuras, todos los crímenes que en realidad no ha cometido y, de paso, denuncia a sus hijos, a su mujer, a sus padres y hermanos. Luego se siente extrañamente sereno y aliviado.
Le dan a elegir entre la hoguera, la cámara de gas o los leones.
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