Hacía catorce años que no estaba en Perú. El país, en general, ha cambiado para muy bien. De aquel primer viaje tengo recuerdos en donde se confunden muchas cosas agradables con otras que no lo eran tanto; los atascos mastodónticos en Lima, las ruinas tras el huracán del Niño en Piura, y, sobre todo, la miseria que llegaba hasta la misma entrada del aeropuerto.
Y ya que hablo del aeropuerto viejo (nada que ver con el actual), me acuerdo bien de mi primera llegada: aquellos pasillos con sueño y, al fondo, el control con los policías cabreados por estar trabajando a las tres de la madrugada. Tenía yo delante un buen número de gringos a los que estaban obligando a abrir las maletas y sacando hasta el último calzoncillo. Comprobé, desde lejos, que entre los inquisidores había hombres y mujeres. Ellas suelen ser más responsables y, por tanto, más temibles, así que imploré a todos los santos que no fuera una señora la que me pidiese abrir la maleta. Me tocó la que tenía cara de sargento de la Guardia Civil.
Implacable, me señaló la maleta, llena de todo. Suspiré resignado y la cremallera empezó a abrirse hasta que saltó el libro que había estado leyendo en el viaje. La señorita miró ceñuda hacia abajo y, de pronto, su cara se transformó. En la portada se leía "Los hijos del Cid. Andrés Trapiello":
-¡Literatuuuura!
Así, con mucho acento en la "u" y con una sonrisa enorme, triunfal.A mí me dio entonces una vergüenza absurda ante las preguntas de la sargento transformada en inocente alumna de secundaria:
-¿Es usted profesor de literatura? ¿Viene usted a dar conferencias? ¿ A alguna universidad de nuestro país?
Yo respondía en voz baja que sí a todo, porque la experiencia me ha enseñado que con la policía conviene ser muy educado. Lo que no me habían enseñado es que los policías admirasen a los profesores de literatura, esos pobres diablos. Y ella prosiguió, cada vez más simpática:
-Pero qué suerte, qué suerte! (tono exultante) ¡Qué profesión tan maravillosa!... yo hubiera querido estudiar eso y escribir, pero (vergonzosa), al final, no pudo ser... Qué bien hace usted... pero, por favor, pase, pase, pase...
Cerré la maleta a toda velocidad y salí casi corriendo del control de la aduana. Ese día la vida me gustaba mucho más.
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