1917: érase una vez un niño alemán que lloraba de pena al ver el estado de los prisioneros franceses al llegar a su pueblo hacinados en camiones, destrozados en el cuerpo y en el alma. Ese fue el mismo niño que, veinte años más tarde, le escribía ilusionado a su mujer que tenían que ir a más exposiciones de arte. Y la misma persona que más tarde ordenó la muerte de seis millones de judíos.
Leyendo la gigantesca biografía sobre Himmler de Peter Padfield uno termina por no entender, a pesar de la profusión de datos, cuál fue el germen de tanto odio. Qué fue lo que produjo tanta barbarie. Dónde estuvo el quiebre de una personalidad rígida y acomplejada que de pronto se convirtió en monstruosa.
Aunque el número de atrocidades colectivas, intrigas miserables y cínicos discursos, adobados con poses de maestro ciruela, supera con mucho los detalles humanos del protagonista, lo que más me sorprende es la dualidad del monstruo (y de otros monstruos parecidos). En las reuniones sociales, por ejemplo, Himmler destacaba por su trato exquisito y se comportaba con sus subordinados de las SS con un afecto de padre de familia:
Por lo que se refiere a las mujeres (...) siempre era extremadamente respetuoso con ellas y cuando hablaba de ellas. Odiaba las obsecnidades y los dobles sentidos. Los consideraba como un insulto a su propia madre. Le gustaban mucho los niños, una característica que mencionaron mucho quienes lo conocieron, y siempre estaba dispuesto a dedicar su tiempo a los huérfanos y viudas de guerra. De hecho, su personal tenía prohibido despedirlos de su oficina. "Comparada cn el sacrificio que han hecho -decía, la media hora que les sacrifico yo es una nimiedad y me avergonzaría de no escucharles y de no darles la impresión de que tiene a alguien a quien recurrir" (pág. 494).
Esto lo decía el mismo hombre que la noche antes había mandado a 499 mujeres y niños a la cámara de gas. Edith Stein, futura mártir ella misma del Holocausto, decía sentirse sorprendida ante los abismos de maldad que veía a su alrededor y cómo podía cometerlos el hombre. Lo más horroroso era darse cuenta, quizá, de que el mundo no se dividía tajantemente en buenos y malos, sino que los malos tenían rasgos humanos, igual que nosotros.
Gran post, Javier. Esto se ve en La solución final, puahhhh... qué tema más deleznable.
ResponderEliminarTu post de hoy sí que es bueno...
ResponderEliminarA mí me estremece la figura de Gudrun, su hija, que sale en la foto y aún vive, prototipo de la raza aria. Jamás renegó del nazismo, y es un icono para los neonazis actuales. Parece ser que en una visita al campo de Dachau dijo: "Hoy hemos estado paseando por el campo de concentración de Dachau y papá me ha enseñado la huerta donde crecen las lechugas y los cereales. Después hemos visto los cuadros que han pintado los prisioneros. Eran todos muy bonitos. Al final hemos almorzado muy bien".
ResponderEliminarUn abrazo, Javier.
Buena aportación, José Miguel. Ahí aparece como una niña angelical al lado de su papito. Luego vi alguna otra foto de mayor y ya parecía un poco ajadita y amargada, junto a su mamá, al final de la guerra. No imagino como pudieron ser las reacciones posteriores acerca de su padre, no sólo por lo que se supo de su actuación publica, sino por la doble vida íntima que llevó.
EliminarAbrazos.
Voy a hacer un comentario relacionado, aunque largo, sorry. Es que el tema me interesa. Me ha interesado siempre por razones que no voy a explicar aquí. El asesino amante de los niños es un clásico. El caso es que hay un artista alemán que se llama Gunter Demnig, no sé si lo conoces, Javier. Demnig inventó los Stolperstein. Una palabra alemana que significa "una piedra en el camino". Los Stolperstein son adoquines que se incrustan en el suelo y sobresalen un poco, por lo que puedes tropezar con ellos (una piedra en el camino). Tienen una chapa de latón grabada en la cara superior.
ResponderEliminarUn “Stolperstein” típico suele colocarse delante del último domicilio conocido de una víctima y dice por ejemplo “Aquí vivió, aquí estudió... y a continuación el nombre de la persona y el año de su deportación o de su muerte”. El primero lo colocó Demnig en la plaza del ayuntamiento de Colonia el 16 de diciembre de 1992, día en que se cumplían 50 años del decreto de expulsión de los gitanos dictado por Himmler. Siempre me ha fascinado la historia de este señor (Demnig), que sostiene que Alemania solo se curará cuando haya colocado seis millones de Stolperstein en su suelo, uno por cada víctima del régimen. Actualmente hay cerca de 20.000 Stolperstein en más de 400 ciudades. Demnig los hace todos a mano, uno a uno. Si no lo conocías, consúltalo en la red, es una especie de Joseph Beuys fabuloso y actual. Y también un antídoto de Himmler y de otros como él.
En fin, muy buen post y un abrazo,
Víctor.
Qué interesante todo lo que cuentas, Víctor. Resulta que , cuando estuve en Alemania, me tropecé con unos cuantos de esos Stolperstein sin saber su origen. Incluso lo conté en el blog (http://elsuresnorte.blogspot.com.es/2010/05/dos-tropezones.html). Muchas gracias por el dato!
EliminarMe cuesta entender que en el alma de una persona puedan convivir, bondad, ternura, odio y crueldad, en grados extremos
ResponderEliminarIntuyo que tendría que ser más fuerte y más madura, para poder asumir ese claroscuro del alma humana
Quizás algún día..
Gracias por tus comentarios... No sé si yo mismo vería una bondad extrema en el alma de Himmler, pero de lo que estoy seguro es de que en el tipo más repugnante (como es el caso) hay luz también. Esto, de todas formas, es fácil de decir en teoría. Lo difícil es verlo en la misma experiencia. A mí, al menos, también me cuesta.
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