A la salida, entre la gente que daba y recibía parabienes, me esperaban mis cinco hijos en rarísima unanimidad: estaban felices al mismo tiempo y se echaron sobre mí. Esto no pasaba, por lo menos, desde que el mayor tenía ocho o nueve años, y ya ha llovido. Total: que esa felicitación me supo a gloria. Y las otras que vinieron, miel sobre hojuelas.
A continuación, para el que tenga paciencia, incluyo mi discurso de agradecimiento en nombre de todos los empleados homenajeados:
Excmo. Sr. Rector Magnífico,
queridos compañeros, familiares y amigos:
Veinte años no es nada, dice, un
poco mentirosamente, el tango. En realidad, ya son bastantes y más aún, otros
cinco, que son los que hemos cumplido dentro de esta empresa íntimamente nuestra,
porque forma parte entrañable de nuestra vida. En los minutos que siguen, les
invito a que detengamos los relojes y hagamos un pequeño viaje en el tiempo
desde que llegamos a trabajar aquí por primera vez. Empecemos en el año 1989,
punto de encuentro con el cuarto de siglo que conmemoramos hoy. En la madrugada
del 9 de noviembre el muro de Berlín se desplomó. A esa misma hora, alguien,
uno de nosotros, empezaba animoso su turno de noche en la Clínica. Dos años más
tarde, 2 de agosto de 1991: en medio de una calma veraniega sin noticias, el
ejército de Sadam Hussein invadió Kuwait; muy lejos de allí, en el campus los
surtidores silenciosos empezaron a regar con su agua generosa. Alguien, uno de
nosotros, cuidó de que así fuera. 16 de mayo de 1995: una muchedumbre de
admiradores desfilaba por la capilla ardiente de la cantante Lola Flores en
Madrid. En esos instantes, alguien, uno de nosotros, atendió con una sonrisa a
unos alumnos desde detrás del mostrador. El tiempo pasó, pasaron las hojas del
calendario, siguieron pasando a nuestro lado las noticias de la Historia. 5 de
julio de 1996: la ovejita Dolly fue clonada en medio de ovaciones mundiales;
entretanto, a esas mismas horas, alguien, uno de nosotros, revisaba minucioso la
corrección de una cita bibliográfica, ese número de página que añadir o aquel
comentario que abreviar. Y siguió corriendo la red barredera del tiempo, y
siguió llevándose las noticias, una detrás de otra. Año 2003: en los calientes
meses del Prestige y las guerras de
oriente, cuando Letizia Ortiz cambió de lado en los telediarios, alguien, uno
de nosotros, ayudó a salvar unas cuantas vidas desde su despacho médico.
Jueves, 30 de octubre 2008: la
Historia con mayúsculas, que había estado corriendo todos estos años a nuestro
lado, invadió el campus con su cara más horrible. Poco antes de las once de la
mañana, una bomba de odio explotó en el edificio Central y nadie salió herido
de gravedad. En los meses siguientes, casi tan milagroso como aquello fue
comprobar que se continuó trabajando como si nada hubiera sucedido. Todos nosotros
insistimos en lo nuestro: atendiendo estudiantes, contestando correos, visitando
enfermos, catalogando libros, publicando artículos, limpiando quirófanos, operando
pacientes, tramitando documentos, presentando proyectos, poniendo inyecciones, suscribiéndose
a revistas, cuidando edificios, rellenando papeles, dirigiendo tesis, defendiendo
tesis, firmando expedientes... Y así, a fin de cuentas, en medio del rutinario
rún run de nuestro quehacer fuimos entendiendo que todo lo que pasa, pasa
afuera, pero todo lo que queda es lo que podemos hacer dentro de nuestra
universidad. La Historia cambia, pero los principios permanecen. No de otra
manera ha discurrido el trabajo de todos nosotros: tan silencioso y constante
como los surtidores del campus. A lo largo de veinticinco años, mientras el
mundo se transformaba a cada instante con ruido, furia y noticias, en nuestra
universidad se trabajaba, quasi in
occulto, confiados en lo pequeño, porque en el cuidado de las cosas
pequeñas (así lo íbamos aprendiendo) se esconde lo hermoso y lo importante. Por
eso, haber trabajado aquí ha sido un privilegio. En esta Universidad se nos ha demostrado
a todos que lo verdaderamente valioso de nuestra actividad está en el servicio
a los demás, sin que cuente el tamaño, grande o pequeño, de nuestros deberes.
Dice Shakespeare en El
mercader de Venecia: "La misericordia es como la plácida lluvia del cielo que
cae sobre un campo y la fecunda. La gracia del don bendice a quien da y
a quien recibe". Uno siente que habla por los demás si digo que nos
sentimos hondamente honrados por este don, en otras palabras, el reconocimiento
público que se nos hace; pero, a la vez, es de justicia proclamar que con este
gesto hacia nosotros la Universidad de Navarra se ennoblece y, fiel a sí misma,
nos enseña todavía más. Ella, al habernos dado ejemplo cada día, retorna más
amable a nuestros ojos. Esta es, pues, la lección que hoy se nos ofrece: la
gracia del don también recae en el que da. En efecto, tanto se nos ha regalado
en estos 25 años, que sobre la Universidad que nos ha acogido vuelve ahora, de
nuevo, la gracia del don y vuelven ahora los aplausos.
Muchas gracias.
Un discurso buenísimo. Enhorabuena por esos 25 años.
ResponderEliminarGracias, Ángel. Como buen lector de Miguel d'Ors, verás que la idea me la inspiró un poema suyo, "Lo mejor que me queda". Por eso hay algún guiño al poema en el discurso.
ResponderEliminarAh, es verdad, no había caído. Está muy bien también el discurso leído el "hipotexto".
ResponderEliminarEnhorabuena, Javier, por los 25 años.
ResponderEliminarY que pasen, al menos, otros 25.
Un cordial saludo.
Nacho Grosso
¡Nacho! Qué alegría volver a leerte por aquí, Muchísimas gracias y un abrazo
EliminarTe felicité fríamente por el FB. Pero leyendo tu discurso, agradezco yo haber pasado por ahí en varios diminutos instantes de esos 25 años. Agradecida también contigo y con la Unav. Abrazos en casa.
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