Esta noche, mientras respondía a algunos comentarios, descubrí que, en unos pocos minutos, el blog había recibido tres visitas. Qué impresión, pensé, entre ignorante y vanidoso. En materia de internet, como el invento me pilla mayor, siempre me sorprendo como un niño.
En realidad, nuestra vida cotidiana debiera estar llena de asombros. Hago examen de conciencia y compruebo que, sólo en esta jornada, he ido plantándome delante de cosas extraordinarias sin darme cuenta. Por la tarde, metí un trozo de plástico y metal en un orificio y, por obra de magia, el cajón de acero que me acogía, me transportó a sesenta kilómetros por hora hasta mi lugar de trabajo. Antes, en casa a la hora de la siesta, abrí un objeto de cartón por la mitad y estuve descifrando signos que habían sido escritos hace cinco siglos, por un tal Francisco de Quevedo:
Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos, libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.
Extraordinario, ¿no? Escuchar con los ojos a Quevedo... Si sigo retrocediendo por la cinta del tiempo, por la mañana me senté a comer un trozo de un extraño alimento nacido de una semilla de trigo. ¿A quién se le ocurrió que mezclando harina, levadura, agua y sal, tendríamos el pan, tan elemental como el agua pero mucho más sofisticado?
De pronto me detengo por el temor de que todo esto se vaya pareciendo a un programa de Eduardo Punset o a un manual de autoayuda para positivistas. ¿No estaré siendo ingenuo al encontrar tantas maravillas por todos lados? El cientifismo no sólo resulta inocente, sino también un poco tontorrón. Pero no: luego me doy cuenta de que no se trata de quedarse con la boca abierta con la historia de los inventos. Si continuo yendo todavía más atrás, si me voy hasta media hora antes del desayuno, rescato el mayor de los asombros: abrir los ojos y ver la luz un día más.
a mi me pasa cuando veo a mis hijos crecer
ResponderEliminarchestertoniano
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