El otro día mi hijo de diez años volvió a casa con una camiseta nueva. Se la habían regalado, a él y a todos sus compañeros, por ser el último día de clases de tenis. Estaba radiante el chaval con su camiseta color verde hierba.
-Un poco vasca la camiseta, ¿no?, comentó uno de los mayores.
Era verdad. Mis hijos se han dado cuenta de que, cada vez que juegan al fútbol contra alguna ikastola de por aquí, sus rivales lucen el color verde, a veces acompañado del rojo. Como vivimos en Navarra, que no pertenece a la Comunidad autónoma vasca, la gente está acostumbrada, desde la infancia, a identificar ciertos códigos invisibles para la gente de fuera. El verde recuerda a la ikurriña y, quizás, a los prados de la amatxo euskaldún, las ovejicas que pastan en el campo y adornan ciertos coches del lugar. A lo mejor el regalito no era tan ingenuo, sobre todo porque el ayuntamiento que financia las clases de mi hijo está gobernado por una agrupación supuestamente independiente. Esto en Navarra también necesita descodificarse: son nacionalistas vascos mal disfrazados.
Para ser justos, nunca los colores son neutrales. Sirven para unir o desunir, para que la gente se adhiera en torno a una determinada tonalidad, o le parezca abominable. No estoy hablando de fútbol sino de nacionalismo, aunque las dos actividades a veces se confundan. Para seguir con las camisetas, basta recordar las negras que portaban los seguidores de Mussolini. A Hitler también le pirraban los colorines, sobre todo el amarillo para el pelo y el azul para los ojos. Walter Benjamin escribió que el fascismo era sobre todo una cuestión de estética. Lo diría tal vez no sólo por ser judío, sino también porque se sabía feo y bajito.
Sin recurrir a ejemplos siniestros como los anteriores, uno viaja por ahí y se da cuenta de que hay colores para cada lugar. En Holanda todo es naranja, por ejemplo, y no pasa nada. Al cruzar el Atlántico, en Argentina, siempre me ha llamado la atención que el celeste se encuentre por todos lados, desde la banda que circunda un plato de sopa hasta el color de una cajita de fósforos. No sé si los argentinos son conscientes. Quizá es todo tan cotidiano que sólo es visible para alguien que viene de fuera. Ahora bien, si emprendemos el viaje de regreso a España, no estoy seguro de si vamos a encontrar tanto el colorín colorado y el gualda (mira que es rebuscado el adjetivo) en la vida cotidiana. Si acaso, está (cómo no) en la camiseta del equipo nacional de fútbol. A la selección los periodistas le llaman ahora "la roja", pero, como es una moda de los últimos años y éstos coinciden con el gobierno de Zapatero, actual ministro de deportes, no sé muy bien qué pensar.
Javier, soy argentino y no soy consciente de la presencia del celeste, aunque me imagino mucho en publicidades oficiales y luego en boletas de servicios públicos (¡Que romántico!).
ResponderEliminarEl celeste está en la bandera y nos enseñaron que es por el color del cielo. Aunque la historia ahora diga que tiene que ver con los Borbones, si lo otro sólo fuera leyenda, puede tener gran parte de verdad si se comprueba lo que decís. El habitante de estos lugares estuvo muy influenciado por el cielo, tan grande que es en las pampas, y de ahí que se sienta inclinado por él.
Aún hoy es posible verlo, incluso en la gran ciudad, por ejemplo si una mira hacia arriba en la Avenida Nueve de Julio. Claro, eso lo hacen más los visitantes como tú que unos de nosotros que cruza apurando mirando los segundos restantes en el semáforo peatonal.
A propósito y volviendo a España, ¿lo de la roja no será una imitación de lo de la azurra?
Muy bonito comentario, Juan Ignacio. De lo de la influencia del cielo, recuerdo ahora una cita de nuestro Marechal que, en una carta a un amigo escrita desde Francia, le dice: "He descubierto que de París al cielo hay la misma distancia que de Buenos Aires al cielo".
ResponderEliminarBueno, y lo de la roja, tienes razón. Lo más probable es que sea un calco de "la azurra", pero tenía ganas de arrearle a Zapatero al final de la entrada. Es una pequeña debilidad.