Hace unos días nos enteramos de lo último en torno al tesoro que pirateó el Odyssey: el oro pertenecía a la fragata Mercedes, de cuya desventurada historia no habrán escuchado nada la mayoría de los españoles. Por cierto, el episodio lo cuenta el gran Patrick O' Brian en la segunda novela de su saga sobre las aventuras del capitán Aubrey y su amigo el doctor Maturin. Él lo hace desde la perspectiva de los piratas de la Royal Navy. Yo lo haré del lado de las víctimas, que fueron muchas, y con menos tacos que los que podría usar Pérez Reverte.
Todo empieza en el verano de 1804, cuando parten de Montevideo cuatro fragatas españolas de guerra rumbo a Cádiz. Van cargadas de oro y viajeros porque su misión no es bélica. Deben transportar un inmenso caudal de dinero que desahogará la economía española en bancarrota gracias a la mala gestión de Godoy. Cerca del cabo de Santa María, en las costas del Algarve, aparecen en el horizonte cuatro fragatas británicas que conminan con señales a rendirse a los españoles si no quieren enfrentarse a sus cañones.
La situación deja estupefactos a los viajeros ya que España e Inglaterra no están en guerra.
El comandante Bustamante da la orden de no hacer caso, a pesar de que sus barcos están demasiado cargados de peso para escapar y de que los muchos civiles y sus equipajes que transporta son un impedimento para el combate. Entonces los ingleses comienzan a disparar y, tras un intercambio de cañonazos, se escucha de pronto una detonación que sube hasta el cielo, con una lluvia de palos, trozos de madera y astillas chamuscadas que terminan en el agua. Por un instante la batalla enmudece: la fragata Mercedes, por razones desconocidas, acaba de saltar por el aire y desaparece de la vista.
Más de doscientas personas murieron en ese momento. Desde la cubierta de otra fragata española, la Fama, un militar llamado Diego de Alvear, ilustre por sus méritos, contempla aterrorizado el fin de la Mercedes, donde viajaban su esposa y sus siete hijos, todos ellos nacidos en el Río de la Plata. Cuando los ingleses apresan las otras tres fragatas, Diego viaja prisionero a Inglaterra con su único hijo superviviente, Carlos María, que se encuentra con él en el momento de la tragedia.
Este episodio, menor en medio de nuestra larga historia de gloriosas derrotas navales, tiene, no obstante, una importancia capital si pensamos en sus consecuencias, que convirtieron la bola de nieve en un alud. España se vio obligada a declarar la guerra a Gran Bretaña y a echarse en brazos de Francia. Un año después la escuadra francoespañola era derrotada en Trafalgar, lo que significó que Napoleón dejara de interesarse por España y que, en definitiva, la invadiese en 1808. Además, destruida la flota española, se aceleró el proceso emancipador en América.
¿Y qué pasó con los Alvear? En su exilio londinense, don Diego tardó poco tiempo en olvidar su bíblica tragedia y rehizo su vida: conoció en misa a una bella irlandesa con la que se casó y regresó a España, justo a tiempo de destacar en la defensa de Cádiz contra los franceses. Mientras el padre se dedicaba a dar tiros desde las murallas, su hijo Carlos María se hacía masón en la misma ciudad. Ingresó en la Sociedad de los Caballeros Racionales, junto a un oficial rioplatense llamado José de San Martín. Luego los dos se embarcaron rumbo al cono sur y lideraron la guerra de independencia en Argentina. Carlos María de Alvear fue el primero de una serie ilustre de militares y políticos de la historia de aquel país.
Si uno fuera menos perezoso le gustaría escribir algo sobre esta tragedia y especular, quién sabe, por los destinos desiguales del padre y del hijo, unidos por un tiempo y luego separados para siempre por el espacio.
Todo empieza en el verano de 1804, cuando parten de Montevideo cuatro fragatas españolas de guerra rumbo a Cádiz. Van cargadas de oro y viajeros porque su misión no es bélica. Deben transportar un inmenso caudal de dinero que desahogará la economía española en bancarrota gracias a la mala gestión de Godoy. Cerca del cabo de Santa María, en las costas del Algarve, aparecen en el horizonte cuatro fragatas británicas que conminan con señales a rendirse a los españoles si no quieren enfrentarse a sus cañones.
La situación deja estupefactos a los viajeros ya que España e Inglaterra no están en guerra.
El comandante Bustamante da la orden de no hacer caso, a pesar de que sus barcos están demasiado cargados de peso para escapar y de que los muchos civiles y sus equipajes que transporta son un impedimento para el combate. Entonces los ingleses comienzan a disparar y, tras un intercambio de cañonazos, se escucha de pronto una detonación que sube hasta el cielo, con una lluvia de palos, trozos de madera y astillas chamuscadas que terminan en el agua. Por un instante la batalla enmudece: la fragata Mercedes, por razones desconocidas, acaba de saltar por el aire y desaparece de la vista.
Más de doscientas personas murieron en ese momento. Desde la cubierta de otra fragata española, la Fama, un militar llamado Diego de Alvear, ilustre por sus méritos, contempla aterrorizado el fin de la Mercedes, donde viajaban su esposa y sus siete hijos, todos ellos nacidos en el Río de la Plata. Cuando los ingleses apresan las otras tres fragatas, Diego viaja prisionero a Inglaterra con su único hijo superviviente, Carlos María, que se encuentra con él en el momento de la tragedia.
Este episodio, menor en medio de nuestra larga historia de gloriosas derrotas navales, tiene, no obstante, una importancia capital si pensamos en sus consecuencias, que convirtieron la bola de nieve en un alud. España se vio obligada a declarar la guerra a Gran Bretaña y a echarse en brazos de Francia. Un año después la escuadra francoespañola era derrotada en Trafalgar, lo que significó que Napoleón dejara de interesarse por España y que, en definitiva, la invadiese en 1808. Además, destruida la flota española, se aceleró el proceso emancipador en América.
¿Y qué pasó con los Alvear? En su exilio londinense, don Diego tardó poco tiempo en olvidar su bíblica tragedia y rehizo su vida: conoció en misa a una bella irlandesa con la que se casó y regresó a España, justo a tiempo de destacar en la defensa de Cádiz contra los franceses. Mientras el padre se dedicaba a dar tiros desde las murallas, su hijo Carlos María se hacía masón en la misma ciudad. Ingresó en la Sociedad de los Caballeros Racionales, junto a un oficial rioplatense llamado José de San Martín. Luego los dos se embarcaron rumbo al cono sur y lideraron la guerra de independencia en Argentina. Carlos María de Alvear fue el primero de una serie ilustre de militares y políticos de la historia de aquel país.
Si uno fuera menos perezoso le gustaría escribir algo sobre esta tragedia y especular, quién sabe, por los destinos desiguales del padre y del hijo, unidos por un tiempo y luego separados para siempre por el espacio.
Con un par de coños y de putas te forras. Y si además, te empeñas en recordar cada mes que tú has cagado sangre y olido la muerte en Bosnia, te forras el triple. Y no es por despreciar, sino por describir.
ResponderEliminar(...) Y de la necesidad de que nos sucedan grandes tragedias para lograr luego cosas elevadas. Pero yo también ando "comentarioperezoso".
ResponderEliminarInteresantísima historia. Gracias.
Juan Ignacio: muy lúcido tu comentario, aunque te digas perezoso. Así supongo que será la historia, ¿no? Un laberinto del que sólo se va viendo el dibujo con el tiempo, con sus rincones de sombra que llevan a otros de luz. Y la vida cotidiana también.
ResponderEliminarMauricio: dame un par de consejos más como éste y me forro. Pero de momento me parece que la cuota de escritores palabroteros en España es sólo de uno. Primero fue Cela y ahora P-R.
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