jueves, 6 de mayo de 2010

Tan lejos y tan cerca

Ayer, nada más volver de Alemania y pisar el glorioso suelo patrio, es decir, la T 4, hice dos llamadas: una a casa y otra, a un amigo. Siempre me gusta llamar a un amigo antes y después de viajar. En este caso le tocó a Manuel F. Nuestra amistad sobrevive al tiempo, porque nos conocemos desde hace treinta y tantos años, pero sobre todo al espacio, que siempre nos ha separado.
Para empezar, yo nací en Cádiz y él, en Jerez, y ya está casi todo dicho. Además, aunque estudiamos en el mismo colegio, lo hicimos en clases diferentes. Hay una edad en la que un pasillo entre dos aulas puede representar cien kilómetros de distancia. Algo semejante ocurrió en la universidad y, más aún, en nuestros destinos profesionales: él se fue a su existencia itinerante y yo me quedé en la mía, más bien sedentaria. Nuestras formas de conducirnos por el espacio también nos alejan. Él suele moverse a una velocidad atómica, aunque vaya a retocarse las gafas, y yo, cuando trabajo un rato, tiendo a quedarme con la mente en blanco, como las planchas después de funcionar más de diez minutos.
Y sin embargo, todavía recuerdo conversaciones únicas con Manuel atravesando las calles de Bremen, tomando un café apresurado en un Vips o paseando al borde de las murallas de Pamplona. Conversaciones en las que te das cuenta de que sólo vas a escuchar ciertas cosas una vez en tu vida.
Hace tres semanas le llamé, porque sabía que él había vivido en aquella ciudad a donde yo viajaba:
-Manolo, me voy a Münster.
-Ah, pues yo estoy en Cuba.
Por el bien de nuestras cuentas corrientes cortamos bien rapidito. Pero ayer volví a llamarle:
-¿Ahora dónde estás, en Cuba o en Sri Lanka?
-No, estoy esperando a embarcar en Barajas.
Estaba a cien metros de donde me encontraba. Fui hasta allá, hablamos un rato y nos dimos un abrazo de despedida. Sabíamos que la amistad vence al espacio.


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