Uno, en principio, es partidario del humor en la poesía. Si un poema me hace sonreír supongo que ha conseguido hacerme ver el lado tantas veces risible de la vida. Empiezo así porque el otro día cayó en mis manos Un libro levemente odioso del salvadoreño Roque Dalton. Dalton es un poeta cómico de destino trágico: murió ejecutado por sus propios compañeros de guerrilla en 1975. Un año después apareció una novela memorialística suya de título estremecedor: Pobrecito poeta que era yo.
Pero, a lo que iba... con estos precedentes abro Un libro levemente odioso y me  encuentro con estas líneas totalmente serias:"¿Para qué debe servir/ la poesía revolucionaria?/ ¿Para hacer poetas/ o para hacer la revolución?". Como  el poeta no encuentra una respuesta clara, las páginas que siguen se  dedican a arrear contra la poesía como ejercicio solemne, como acto  literario puro. El gran tema de Dalton tiene que ver directamente con el acto mismo de poetizar, al que ridiculiza una y otra vez cuando se ríe de la solemnidad de la poesía hermética o  de las intenciones metafísicas de otros. Nada inspira mejor su sarcasmo que la  figura mitificada del poeta: “No hay que dejarse engañar por su laúd./ El tipo  bebe y mea como un armario/ considerad como un áspid su tarjeta de visita/ no  aceptéis sus flores/ seguro que las vomitó/ en cuanto toque el timbre/ enviad a  sus habitaciones a las niñas/ a los adolescentes y a las cucharillas de  plata”. Sin embargo, tanta antipoesía no deja de despedir un tufo literario. Dalton habla una y otra vez de su condición de poeta –a veces se  ridiculiza a sí mismo sin piedad-, pero, en su propio ensañamiento, está ya delatando  cuánto le importa su situación como escritor y cuánto debe a ciertas estéticas  que entronizan la transgresión desde posiciones netamente elitistas. Así, el  poema con que abre el libro:
Nuestra poesía es más puta que nuestra democracia
Con sus párpados puede corromper a la juventud...
A estas alturas estas comparaciones prostibularias infunden poco asombro sobre todo cuando se refieren a la  propia poesía. Octavio Paz lo había hecho ya en “Las palabras” (dales  la vuelta, cógelas del rabo/(chillen, putas), etc.) y también Óscar Hahn ha sentido la misma tentación (La puta madre de mi poesía/ la frígida, la virgen, la caliente, etc.). Qué cosas más raras se les ocurren a algunos poetas. Ciertamente, Dalton, frente a los otros dos autores citados, es mucho más radical en su desacralización del lenguaje  hasta el punto de que afirma una y otra vez su desconfianza en la necesidad de  que exista una poesía para el tiempo y la sociedad que le ha tocado vivir.  Una y otra vez arremete contra su oficio, que es una erizante broma nada más/ emboscada flagrante/ puta poesía para simular. El problema de este  planteamiento reside no tanto en criticar si el vaciado implacable al que somete Dalton a sus palabras es o no poético, sino en determinar si ha valido la pena el  resultado final. Vayamos, por ejemplo, al texto titulado “Qué le dijo el  movimiento comunista internacional a Gramsci”:
No tengo edad, 
no tengo edaaaad
para amarte...
Y se acabó. Así, en frío, no parece muy genial; mejor dicho: suena a tremenda tontería. Para ser justos, el  ingenio de Dalton sale mejor parado en otras ocasiones, aunque es una mueca sarcástica a la que se le notan ya las arrugas. A  veces sus poemas se parecen a un chiste (malo) de Mafalda, por ese cruce  de esnobismo y falsa ingenuidad, que tiene mucho de pose de gauche divine. Por el libro (no odioso, pero sí  leve) desfilan Bach, el Llanero solitario, Freud, Perry Mason, Mao Tse  Tung, Guillermo Tell, Richard Nixon, Debussy, la Dama de las camelias...
En fin. Habrá un tipo de lectores que seguirán creyendo que la comicidad y las inquietudes de Dalton son absolutamente decisivas (para qué sirve la poesía si no coopera con la revolución, etc. , etc.). Y habrá otros que pensarán que ya se le ha pasado de fecha. Me cuento entre los últimos.
 
genial tu crítica, cómo me he reído con lo de no tengo edaaaad/ para amarte...
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