miércoles, 27 de abril de 2011

Gonzalo Rojas

Anteayer murió Gonzalo Rojas, quizá el último poeta con vocación de grande en un país -Chile- de enormes poetas. En un manual que me encargaron hace tiempo, escribí de forma objetiva sobre él. Pero en este blog uno dice lo que piensa de una manera más relajada y tengo que confesar que su obra nunca me despertó demasiado entusiasmo. Durante mucho tiempo me resultó algo irregular, una suma de fogonazos brillantes ("¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida o la luz terrible de la muerte?") y versos innecesarios o banales. Pero quizá es culpa mia por no saber leerlo bien. En descargo de Rojas vaya este poema suyo que me gustó mucho en su día y que ahora parece oportuno:

MATERIA DE TESTAMENTO

A mi padre, como corresponde, de Coquimbo a Lebu, todo el mar,
a mi madre la rotación de la Tierra,
al asma de Abraham Pizarro, aunque no se entienda, un tren de humo,
a don Héctor el apellido May que le robaron,
a Débora su mujer el tercero dia de las rosas,
a mis 5 hermanas la resurrección de las estrellas,
a Vallejo que no llega, la mesa puesta con un solo servicio,
a mi hermano Jacinto, el mejor de los conciertos,
al Torreón del Renegado, donde no estoy nunca, Dios,
a mi infancia, ese potro colorado,
a la adolescencia, el abismo,
a Juan Rojas, un pez pescado en el remolino con su paciencia de santo,
a las mariposas los alerzales del sur,
a Hilda, l'amour fou, y ella está ahí durmiendo,
a Rodrigo Tomás, mi primogénito el número áureo del coraje y el alumbramiento,
a Concepción un espejo roto,
a Gonzalo hijo el salto alto de la Poesía por encima de mi cabeza,
a Catalina y Valentina las bodas con hermosura y espero que me inviten,
a Valparaíso esa lágrima,
a mi Alonso de 12 años el nuevo automóvil siglo XXI listo para el vuelo,
a Santiago de Chile con sus 5 millones la mitología que le falta,
al año 73 la mierda,
al que calla y por lo visto otorga el Premio Nacional,
al exilio un par de zapatos sucios y un traje baleado,
a la nieve manchada con nuestra sangre otro Nüremberg,
a los desaparecidos la grandeza de haber sido hombres en el suplicio y haber muerto cantando,
al Lago Choshuenco la copa púrpura de sus aguas,
a las 300 a la vez, el riesgo,
a las adivinas, su esbeltez,
a la calle 42 de New York el paraíso,
a Wall Street un dólar cincuenta,
a la torrencialidad de estos días, nada,
a los vecinos con ese perro que no me deja dormir, ninguna cosa,
a los 200 mineros de El Orito a quienes enseñé a leer en el silabario de Heráclito, el encantamiento,
a Apollinaire el infinito que le dejó Huidobro,
al surrealismo, él mismo,
a Buñuel el papel de rey que se sabía de memoria,
a la enumeración caótica el hastío,
a la Muerte un crucifijo grande de latón.

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