jueves, 17 de noviembre de 2011

Andanzas y lecturas diabólicas


Una lectura provechosa: el interesante y erudito libro sobre el diablo en la Edad Media de Jeffrey Burton Russell. Contrariamente a lo que se piensa, los medievales le tenían poco respeto a Satanás. El terror en los púlpitos, las persecuciones de brujas y las sectas satánicas empiezan a finales del período, cuando se suceden las espantosas hambrunas y pandemias por toda Europa, la debacle de la escolástica y el triunfo del nominalismo. En los siglos XVI y XVII, los sermones protestantes (tan poco interesados en mostrar la bondad natural del ser humano) y la predicación de los católicos (agobiados por la enorme crisis de la Iglesia) hicieron el resto.
Pero, en general, Lucifer era un pobre diablo para los piadosos medievales. Había razones teológicas para demostrarlo, desde Pseudodionisio Areopagita hasta Santo Tomás de Aquino. Si Dios era la suprema Bondad y Él detentaba el sumo poder, nada debíamos temer del mal. Ni siquiera la Biblia, donde apenas se habla del diablo, se interesó demasiado por él.
En realidad, el folclore tenía más historias que contar. San Gregorio Magno refiere anécdotas divertidas en sus sermones para despejar miedos entre sus fieles. Una monja glotona pasea por el jardín de su monasterio, ve una lechuga y se le antoja comérsela. El arte de la pastelería no debía de estar muy desarrollada en aquella época. De un zas agarra la hortaliza y la devora sin haber hecho antes la señal de la cruz.  Enseguida el diablo se mete dentro de ella, y la atormenta por golosa. La monja empieza a dar gritos, y un hombre santo, que andaba por allí cerca, la escucha y trata de saber qué ocurre. El diablo, entonces, empieza a quejarse desde la boca de la monja: "Pero, a ver, ¿qué he hecho yo? ¿qué culpa tengo yo? Yo estaba tan tranquilo sentado encima de la lechuga, y vino ella y me comió". El santo, incrédulo ante las excusas diabólicas, lo obliga  a irse mediante un exorcismo.
Gregorio quería que sus fieles se divirtiesen, pero su propósito era serio. Todo pecado abría la puerta al mal, pero si el pecador volvía realmente los ojos a Dios, podía superar sus penalidades. Qué curiosa paradoja: Las gentes de hoy no creen en el diablo y lo trivializan. La gentes de la Edad Media creían firmemente, y por eso mismo se reían de él.

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