jueves, 17 de mayo de 2012

Lo bueno, si breve, no siempre es bueno



Es curiosa la moda de los microrrelatos. Hace años era un género menospreciado y acabado en nada, y hoy te encuentras con infinidad de páginas y blogs dedicados al tema, donde se exaltan la precisión, la síntesis, la genialidad de resumir unas cuantas ideas en un texto, a ser posible, cuanto más corto mejor. Además, hay concursos de microrrelatos por todas partes. Hasta los colegios de abogados tienen uno.
La verdad es que la brevedad siempre viene bien. Le vienen bien, por ejemplo, a los escritores que no quieren trabajar mucho, a los lectores perezosos y a los críticos que se dejan guiar. Pero lo breve no siempre es buenísimo. Pongo un ejemplo gigantesco: el famoso “Dinosaurio” de Monterroso, que tantos infatigables lectores tiene:

Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.

La gente asegura que esta frase da para tres o cuatro mil interpretaciones diferentes. Por desgracia, a mí, sólo se me ocurren tres o cuatro, la más interesante de las cuales (esas borrosas fronteras entre sueño y realidad) ya la había previsto Chuang Tzu hace más de dos mil años con su minicuento de la mariposa:

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

Monterroso imaginó una frase ingeniosa, pero el chino lo hizo mejor, creo. Por supuesto, hay microrrelatos espléndidos y brevísimos que encierran esa misteriosa emoción que nos empuja a pensar tiempo después en ellos. A mí, el "Cuento de horror" de Juan José Arreola me sigue pareciendo una maravilla escalofriante, quizá porque no se acaba de explicar del todo:

La mujer que amé se ha convertido en fantasma.
Yo soy el lugar de las apariciones.

Los buenos microrrelatos siempre producen misterio y sorpresa: por eso son tan difíciles. Ahora bien, no es menos cierto que también podemos leer textos brevísimos -la mayoría- en donde las omisiones son tan obvias que se reconocen enseguida y no añaden mucho más, no se abren a un juego más amplio. Dice un microrrelato anónimo:
“Se me pasó la noche volando. Firmado: Supermán”. 
Quizás una primera lectura sorprenda o divierta. Sin embargo, el ocultamiento de la perspectiva se desvela completamente en la segunda frase (ya sabemos que Superman es quien habla) y este hallazgo no deja de ser un chiste. Y como todos los chistes, deja de tener gracia al repetirse unas cuantas veces. La buena literatura aguanta mejor.
Algunos hacen hincapié en unas dimensiones reducidas exponencialmente para asentar el criterio sine qua non del microrrelato, pero quizá deberíamos relativizar el valor estético de la brevedad por sí misma. A la pregunta tópica de cuál es el relato más corto del mundo, se puede oponer la respuesta de si este relato pigmeo funcionaría, o no, como un buen texto literario. Pongo un ejemplo breve, ma non troppo, de Rosalba Campra:



LA LIBERTAD

Podrás ir caminando por el filo de la sombra hasta la parte alta de la ciudad. Nadie te dirá: por ahí no se pasa. Encontrarás entornada la verja de esa casa que te ensanchaba los ojos de deseo cuando eras chico. Ningún guardia te cerrará el camino, ni te prohibirá caminar sobre los macizos de anémonas hasta el estanque, entrar en los salones enguirnaldados sin que nadie te anuncie. Marcarás con caramelos tus itinerarios por las plazas, elegirás en la biblioteca central los manuscritos más ricamente iluminados para recortar las figuras, y nadie llamará a la policía, ni siquiera cuando en las farmacias te pongas a volcar uno a uno los tubos de píldoras fosforescentes que se desparramarán hasta la calle con un alboroto de perlas desenhebradas, o cuando busques en el negocio del anticuario, donde todo fue siempre demasiado caro, los más rotundos sillones coloniales, los espejos de azogue deslucido, y te los lleves sin pedir permiso. Ningún empleado del correo protestará porque te has puesto a abrir las cartas –a veces de amor– dirigidas a otros, o a usar los telegramas para hacer avioncitos que terminan por amontonarse en el mismo rincón. Ningún camarero te impedirá descorchar todas las botellas de los vinos añejos, y probar apenas un sorbo de cada una, sentado a la terraza frente al mar. Inútilmente esperando que la mujer más hermosa de la ciudad, que una mujer, que alguien, baje a sentarse contigo, y te acompañe después al teatro donde nadie te exigirá la entrada ni tratará de imponerte buenas maneras cuando te arrellanes en el palco presidencial frente al escenario vacío. Ese es el lado malo, ya te habrás dado cuenta, de ser el único sobreviviente.


Aquí el protagonista se permite las licencias que no pudo disfrutar de niño: penetra en la mansión, alfombra de caramelos las calles de la ciudad, entra en restaurantes y oficinas de correos misteriosamente vacíos, etc. El enigma acerca de por qué no hay ningún obstáculo a los deseos infantiles del personaje preside todo el desarrollo. Uno tras otro se acumulan detalles en la acción antes de que se desencadene la revelación final. Toda esta acumulación de detalles revela poco afán por una síntesis elevada a la máxima potencia, pero a cambio contribuye a generar una atmósfera “realista” que traiga mayor interés al final. Respecto a este, hay que decir que el escamoteo de una información central (¿por qué tanta libertad?) en la historia es un procedimiento común en gran cantidad de microrrelatos. La persistente omisión de un dato explicativo favorecería la sorpresa que tantos comentaristas ponderan como uno de los principales ingredientes del género. En este caso, el hecho decisivo –el protagonista como único sobreviviente de un Apocalipsis mundial– acaba desvelándose en la última frase. Hasta aquí, la estructura no es original en sí misma, no se aleja del patrón de tantos relatos breves o brevísimos. No se distingue demasiado del microrrelato de Supermán…. 
Si “La libertad” no tuviera otro aliciente narrativo, podría decirse que, cuando se eliminase la sorpresa y se descubriera el dato oculto del sobreviviente, el texto agotaría sus posibilidades. Por suerte no es así. Esta historia fantástica necesitaba expandirse para que el efecto del final, una vez conocido, no vacíase de interés la relectura. Esta expansión se concreta en esa enumeración de detalles que reafirman el valor sugerente de la palabra. Ahí están todos esos juegos infantiles con los que el protagonista sueña: los telegramas hechos avioncitos de papel, los recortables de manuscritos iluminados, el descorche de los vinos añejos, los tubos de píldoras rodando como perlas desenhebradas. En fin, que si no fuera por todos estos detalles, si la imaginación no se extraviara con todas estas imágenes, el relato se quedaría un esquemita más o menos ocurrente, una ocurrencia sepultada como tantos otros pequeñísimos compañeros narrativos en el rincón del vago.

1 comentario:

  1. A mi pasa con el microrelato como con el arte moderno ... demasiado "jeta" que casi diluye a los dos o tres verdaderos genios. Si un escritor de novelas o poesía comienza a escribir microrelatos (como un pintor figurativo reconocido termina siendo abstracto), creo que lo leeré. Cuando un hipotético y joven genio se lanza al microrelato como una expresión literaria, la mosca comienza a zumbar detrás de mi oreja. Y hablando del microrelato del dinosaurio y el de la mariposa. Llevados un poco más allá (es decir, con un poco más de ambición y trabajo) un tal Kafka escribió un inmortal librito, aunque el protagonista (ese insecto indeterminado) no fuese tan agradable.

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