Ayer unos amigos me ponderaban lo ególatras, lo ingratos, lo impresentables que suelen ser los narradores, no digamos ya los poetas. Uno de ellos, justísimamente exaltado, se quejaba de la faena que le había hecho un célebre novelista. Yo mismo, ay, echaba mi cuarto a espadas al recordar una mezquindad que tuve que padecer de otro que se dice amigo. De paso me olvidaba de mis propias aficiones poéticas.
Pero, horas más tarde, cuando la conversación se había disipado, me llegaron a la cabeza dos ejemplos de escritores que, ciertamente, responden de maravilla al tópico de gente rara y que, sin embargo, tuvieron rasgos de una generosidad heroica.
El primero de ellos es Fedor M. Dostoievsky, un tipo de cuidado. Su obsesión por el juego y sus desplantes amargaron la vida de quienes se acercaron a él, por no hablar de la epilepsia, de la que el desgraciado no era responsable. No se conocen tanto sus detalles de cariño conmovedor con su esposa Anna Grigorievna, y, sobre todo, con aquellos familiares y amigos de los que no recibió nada. Durante años Dostoievsky sufrió lo indecible por su crónica falta de ingresos, debido -sí- a su carácter desordenado, pero también a que pagaba puntualmente una suma mensual a su cuñada, viuda y con cuatro hijos, y a su hijastro, un gorrón que no dio palo al agua en toda su vida. Lo cuenta Joseph Frank en su monumental biografía sobre el escritor ruso.
El otro caso de generosidad es Juan Rulfo, ese prodigio de la simpatía. El mexicano fue un hombre de una tristeza cósmica, lo que le arrastró al alcoholismo. Tampoco nadó en dinero, pese a la fama que le proporcionaron los dos únicos libros que escribió. Sin embargo, no dudó en elogiar a Antonio Estrada, el oscuro y genial autor de Rescoldo, una novela silenciada por denunciar un tema tabú en México: la persecución antirreligiosa contra los cristeros. El pobre Estrada falleció a los cuarenta y ocho años de un infarto, después de haber luchado de manera quijotesca contra el caciquismo y la corrupción priísta. Dejó una familia numerosa en una situación desesperada. Rulfo, conocedor de la desgracia de la viuda y los niños, se dedicó a lo largo de años a hacerles llegar de manera discretísima distintas sumas de dinero. Para colmo, la viuda declaró que jamás había visto a ese señor tan bueno. Lo cuenta todo Ángel Arias en su excelente introducción a Rescoldo.
Gracias, Javier, por sacarle punta buena a esa conversación; gracias por recordar a Antonio Estrada y gracias por tu generoso elogio (gracias, gracias, gracias... leñe: parezco Gallardón). Ángel
ResponderEliminarQuerido Javier, también José Antonio Muñoz Rojas, entrañable e injustamente silenciado poeta (él amaba otros silencios-los silencios líricos-), entra por méritos propios y “muy en silencio” en la brigada de escritores generosos y, cuando menos, personas normales. Por su correspondencia con Vicente Aleixandre sabemos que ayudaba a Josefina Manresa durante el encarcelamiento de Miguel Hernández en el penal (Reformatorio de Adultos-¡¡-)de Ocaña y de Alicante; y continuó ayudándola cuando quedó viuda. ¿Quién sabe cuánta "sangre de cebolla" tenía su origen en la generosidad de José Antonio Muñoz Rojas. Sabemos, pocos, pero sabemos que también acogió a algún zagalillo pobre de su Antequera natal a quien vistió, alimentó y dio estudios; zagalillo pobre de ayer que hoy es un brillante profesor de la Universidad de Málaga. Gracias y abrazos y que nos veamos pronto. Juan Luis
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