lunes, 3 de mayo de 2010

La hechizada

Los hombres.
Llegaban a mi isla gruñendo como patanes y contándose chistes verdes hasta revolcarse de risa. Sucios, peludos, malolientes. Yo los espiaba oculta entre la maleza hasta que acababan de aprovisionarse - un par de ovejas, agua, fruta- y se volvían a sus naves y sus viajes. Sólo así volvía la paz a mi vida. En cierta ocasión uno de ellos me descubrió agazapada tras unos matorrales. Debió de creerme asustada y eso seguramente le excitó. Trató de ganarme, y yo, con una palabra mágica, le otorgué el mayor de los favores a los que podía aspirar un hombre como él: lo convertí en cerdo, o sea, le concedí su verdadera identidad.
Circe me llaman, le dije, y sin prestar oídos a sus gruñidos, salí de la espesura y, con otro abracadabra, encochiné al resto de sus compañeros.
Aunque improvisada, no fue mala idea. De pastorcita de ovejas pasé a cuidadora de cerdos. En las fiestas más señaladas sacrificaba al más gordo y de sus jamones me alimentaba durante semanas.
Pero mi historia, por desgracia, no acaba bien. Vivía yo tranquila en medio de la isla, con sus atardeceres, sus bosques de encinas y mi piara que se renovaba cada cierto tiempo, cuando apareció otro hombre. No tenía mal aspecto y sus modales eran otros. Cuando salí a su encuentro, enmudecí y él comenzó a hablar. Temblando que su magia era superior a la mía. Me reclamó y yo no me pude negar. En los días siguientes, se estableció en mi casa y sucedió algo extraño: su hechizo me permitía hablar. Él me hablaba y luego escuchaba. Nunca había imaginado algo parecido. Dejé de pensar en mis ovejas y en mis cerdos. Sólo pensaba en sus palabras como conjuros que me hacían sentir indefensa y feliz.
Pero un día me levanté furiosa, presa del miedo: ¿qué sería de todo mi mundo si él seguía aquí? ¿Y mi paz, mi soledad, mis atardeceres? ¿A dónde me iba a llevar tanta locura? Vete, vete cuanto antes de aquí, le dije. No recuerdo bien después lo que pasó. Me veo gritándole en la playa mientras él, con los ojos rencorosos, empujaba la barca hacia la orilla, acompañado, por cierto, de unos cuantos cerdos a los que, por complacerle yo había devuelto a su condición humana días antes.
No por qué sigo hechizada después de tantos años. A veces pierdo la mirada en la última línea del mar en busca de Ulises. Todavía me gustaría sentir sus palabras misteriosas dentro de , pero no puedo, porque escapé de él cuando me quedé aquí para siempre, sola en mi isla de silencio.

4 comentarios:

  1. Más que cuento, fábula fabulosa.
    No sé qué pensaría Aído o Pajín al leerla, pero con todos los respetos que me merecen -que, por cierto, son pocos- me han venido a la cabeza como si nos la contaran de viva voz. ¡Menudo efecto me ha producido leer el microrrelato!
    Espero otra: las mujeres. ¿A ver qué extraña sensación experimento en esta ocasión?. Apelo a tus lectores comentaristas para que te inciten a publicar "las mujeres".

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  2. Muy bonito. ¡Enhorabuena por el cuento! Me ha encantado sobre todo el uso del verbo "encochinar" que no conocía. Creo que con tu permiso lo usaré. Después he ido al DRAE y aparece con acepciones de Chile y México con el significado de "ensuciar", y no me ha convencido. Así que a ver si me hacen académico de una vez y puedo hacer campaña para incluir la siguiente definición, mucho más bonita: Encochinar = volver cochinos.
    Un abrazo,

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  3. Ragtime: me acuerdo de haber leído un cuento de Bioy Casares que se llama "Todos los hombres son iguales". Cuando lo terminé el siguiente del mismo libro se llamaba "Todas las mujeres son iguales". Con permiso de Bioy, no todos somos iguales, pero, en fin, mi idea a la hora de escribirlo no fue hacer un cuento políticamente incorrecto, sino hablar de la soledad... Luego salió lo que salió, claro.

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  4. Víctor: gracias muy de veras. Lo del encochinamiento no sé cómo se me ocurrió. Pero úsalo, por favor, que para eso están las palabras inventadas.

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