Normalmente las historias de vampiros son una idiotez. Basta examinar un estante repleto de novedades editoriales o echarle un vistazo a la peli salida de no sé qué bombazo para adolescentes. Confieso que la entreví en un vuelo transatlántico y, después de cinco minutos de bobadas, me quedé dormido. El drácula actual se pasea la mar de orgulloso, ostentando las marcas de sus chupetones amorosos en el cuello. Es un vampiro tontito, inofensivo y posmoderno.
Todo esto no se puede aplicar a Los anticuarios de Pablo de Santis. De entrada, en el libro se renuncia a pensar que hacerse vampiro puede ser divertido. Todo lo contrario: es una maldición que impide amar. Por eso el erotismo de ciertas páginas es fino, pero también asqueante. Aun así, lo más importante, a mi modo de ver, reside en que de Santis da la voz al monstruo, que es quien cuenta toda la historia. Se trata de un recurso que ya puso en práctica Anne Rice (Entrevista con el vampiro) y que tiene consecuencias: escuchamos la voz del Mal y nos sentimos atraídos por ella. Más aún, así los límites entre los buenos y los malos se difuminan. Los cazavampiros son tan malvados como los anticuarios, unos y otros están enfermos de violencia. Pero el relato, si tiene que tomar partido, se queda con el que tiene voz, o sea, con el monstruo.
"La enfermedad es una señal de lo sagrado, o una imposibilidad de lo sagrado", se dice el protagonista, que no termina de saber cómo escapar a su maldición ni de conocer el origen último de ella. Entre las dudas y los remordimientos transcurre su melancolía de vampiro. Porque el vampiro está enfermo de melancolía, ese sentimiento de tristeza infinita por la pérdida de un Paraíso perdido: su vida anterior. Esto puede imaginarse como muy lírico, pero, ojo, inoculado de una poesía siniestra.
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