El día que Cela murió, el telediario
público del mediodía dedicó sus treinta minutos de duración a glosar su vida y
milagros. De pocos se dirá que se hayan despedido del mundo con tanta
pompa y circunstancia. Ahora, diez años después, cabría preguntarse qué fue de
aquello y cuáles son las huellas que nuestro último Nobel ha dejado en la
literatura universal. Lo cierto es que la concesión de aquel premio fue una sorpresa
fuera de nuestras fronteras. A Cela se le habrá traducido mucho, pero se le ha
leído poco en el extranjero. Su literatura, esperpéntica y solanesca,
encaja admirablemente en la tradición española, cierto, pero es de áspera comprensión
para el forastero. El mejor de sus puntos –la sonoridad de su prosa- se
desvanece en las traducciones y, de esta manera, su suerte corre pareja con la de
uno de sus maestros, el gran Valle-Inclán. Cela fue un extraordinario genio
verbal, ni más ni menos. Otros valores propios de la gran literatura, como la
creación de personajes, la invención de la trama o la puesta en escena de asuntos
de hondura, están relegados al pesimismo naturalista que impregna todos sus
libros. Y este es quizá el problema que encontrará un lector exigente que se aproxime
a Cela desde otra lengua: su mundo desaforado suena extrañamente opaco, casi
animal. Mear, cagar y fornicar no son las operaciones más complejas que puede
realizar el ser humano.
Con todo, sería una simplificación
burdísima etiquetar a Cela como si fuera un coleccionista de suciedades. Es
verdad que vio la oportunidad de crearse una imagen de provocador castizo, un
cruce entre el Quevedo semilegendario y ese pariente caradura que venía del
extranjero por vacaciones. Sin embargo, sus exabruptos también cumplieron una
misión saludable. En una España cateta y solemne, donde decir “coño” o “joder”
era pecado mortal, don Camilo dio una lección de frescura, en todos los
sentidos. Tal vez fue, por debajo de esa apostura cachonda, un hombre muy serio
y ambicioso. Llegó a convertirse en un gran gestor cultural. Entre sus méritos
reales está el ser fundador de la editorial Alfaguara y haber dirigido Papeles de Son Armadans, una de las
revistas literarias más interesantes de la postguerra.
Pero, sobre todo, lo perdurable de Cela descansa en aquellos títulos de
los que siempre se habla cuando se le cita, aquellos que forman sus primeras
décadas de escritura fecunda antes de la consagración,
Estos días en la prensa gallega ha salido bastante su hijo lamentando en qué se ha convertido el recuerdo o el olvido de su padre. En lo que fue al final, un tipo grosero, zafio y un poco idiota, más preocupado de salir en el "Hola" aterrizando su gruesa humanidad en paracaídas sobre un campo verde y aplaudido solo por su segunda señora, más que en un escritor.
ResponderEliminarComo tal solo recuerdo de él los dos libros que citas, más "Cristo versus Arizona" que también me impactó. Pero la reseña resulta adecuada. Fue un tipo como Fraga, uno exuberante, excesivo y loco, del que creo que no quedará nada al final. Con el tiempo.
También Fraga, al que tengo muy identificado con él, nos vendió una película, la del político honrado, que no se enriqueció personalmente con la política, pero que usó la política para lo que le dio la gana. La Cidade da Cultura, el mayor agujero y robo al bolsillo de los ciudadanos gallegos es obra suya. Su capilla ardiente no está en el piso de 90m2 de Madrid que hemos visto en El País y en el ABC, sino en las hectáreas semiconstruidas de 4.000 millones de euros del Gaiás.
Fraga, Camilo, creo que se parecían mucho.
Sic transit...