martes, 2 de junio de 2009

La muerte de Ícaro


About suffering they were never wrong/ the Old Masters

(W.H. Auden)

En el Museo de Bellas Artes de Bruselas se expone un cuadro titulado “La muerte de Ícaro” del maestro Pieter Brueghel el Viejo. A simple vista recorremos un plácido paisaje con un labriego en primer plano que maneja serenamente su arado. Otra figura pasea ensimismada a cierta distancia y, más a lo lejos, se ve una bella ciudad costera. Una nave cruza un mar verdelado y bruñido como una joya luminosa. El cielo es tan brillante que el sol podría estar en cualquier parte. La mirada se anega en ese pequeño mundo de tranquila felicidad.

Sólo al cabo de un rato nos acordamos del título y buscamos al desdichado hijo de Dédalo que, al fin, aparece ridículamente apartado en un rincón. Mejor dicho: sólo sale medio cuerpo suyo, dos patitas que se agitan afanosas entre espumas, como rompiendo el hechizo del agua pulida como el cristal. Son apenas dos piernas y el resto, boca abajo y sumergido. Nuestra primera impresión es que al pintor de paisajes le importaba un rábano el tema mitológico y que de esta forma se quiso reír de la triste suerte de Ícaro. Pero no es así. El cuadro muestra lo que vemos; pero no lo que ve él: un mundo de locura siniestra, de endriagos y monstruos marinos de ojos de fuego que se pasean alrededor de su cabeza hundida. Mientras su piel se deshace lentísimamente, sus ojos no se acostumbran nunca a ese movimiento vidrioso de las criaturas blancuzcas que lo cercan curiosas y crueles. Algunos lo mordisquean, pero otros prefieren pasar de largo y volver después para atormentarlo eternamente. La respiración falta, pero nunca lo suficiente para morir del todo. Arriba, por milagro del artista, sus piernas se mueven y no se mueven. Ícaro está vivo desde que fue pintado. Pero abajo está pidiendo socorro ante lo que, desde hace cinco siglos, está viendo en las profundidades y jamás ningún ojo humano pudo retratar.

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