Tengo una querencia singular por Chile, que fue el destino de nuestro viaje de novios allá por el año 91. Por educación o por genes me desagradan las efusiones, pero tengo que reconocer que aquel país está demasiado asociado a mi paisaje sentimental como para no volver a ir sin la compañía de mi mujer. En fin, de esa época me gustaría contar dos pequeñas anécdotas que son el anverso y el reverso de la misma moneda.
Vaya por delante la primera de ellas. Recorrimos el país durante mes y medio. Disfrutaba yo entonces de una beca investigadora del sonriente ministro Solana. Fuimos hacia el sur en un tren al que, no sé si irónicamente, llamaban el "Japonés". Debíamos de llevar un par de horas, cuando entró el primer y único pasajero en nuestro compartimento. Era un hombrecito morocho, más bien esmirriado, la cara cetrina y una chaqueta gris pasada de moda. Resultó dicharachero pero no había alegría en su mirada. Cuando supo que éramos españoles, decidió contarnos su vida de aventuras por el mundo. Vagamente recuerdo andanzas de grumete en un barco por el cabo de Hornos y algunos silencios a mis preguntas sobre tal o cual país. Al fin, después de hora y media de conversación inacabable, dijo que se bajaría en la siguiente estación. Se levantó y, en un gesto medio confidencial como si no nos viera mi mujer, me dio su tarjeta. Luego, con una mueca que intentaba ser una sonrisa, se abrió la chaqueta para mostrar una enorme pistola:
-Si tienen algún problema, no tienen más que llamarme al número de teléfono.
Tiempo después, un amigo chileno me dijo que aquel sujeto debía de ser de la DINA (la policía secreta de Pinochet). No sé, vaya usted a saber.
La otra historia transcurre también por aquel tiempo. Era yo más joven y tenía más aguante para los viajes transatlánticos. Entonces no me hacía el dormido para no hablar con el vecino. En un viaje de regreso de América a Europa me tocó a mi lado un individuo algo mayor que yo -con la edad que tengo ahora, supongo-, y enseguida trabamos conversación. A diferencia del tipejo del tren, éste poseía grandes manos y hombros robustos. Pronto me enteré para que le servían unas y otros: iba a trabajar de cargador de mercancías en el puerto de Barcelona. Carlos, que así se llamaba, era un pequeño propietario en la región del Maule. Regentaba una chacra donde trabajaban varios peones a su servicio. No le iba mal, pero, como tenía mujer y cinco hijos (me enseñó la fotografía) desde hacía varios años iba a trabajar cuatro meses en los muelles de España y Portugal. Así aprovechaba los inviernos australes, cuando el campo está de reposo. Con lo que ganaba podía pagarle la carrera de derecho en Santiago a su hija mayor y ahorrar para el resto del año. Era un hombre franco, sencillo, y no tuvo problemas en decirme que tenía una opinión regular de los españoles: "Ustedes, yo pensaba que eran muy religiosos, pero lo único que he visto allí es mucha droga y corrupción." Muchas veces, a lo largo de los años, he pensado en ese hombre que dejé camino de Barcelona.
Con la perspectiva del tiempo, veo estas dos historias como la cara y la cruz de Chile, que es, como todos los pueblos del mundo, un conglomerado de bajeza y dignidad. Los medios de comunicación, que adoran con nuestra complicidad los aspectos negativos de las cosas, informan de saqueos en los que se entreveran la necesidad y la codicia. Es la realidad destapada de un país que hace una semana podía envanecerse de tener un nivel de seguridad y una economía envidiada por sus vecinos. Así maltratan también las desgracias: los individuos quedan con la vergüenza moral al aire, igual que las viviendas destruidas por el terremoto, igual que la estúpida pistola que me enseñó aquel tipo en el tren para impresionarme. Pero, en los grandes ocasiones, hay muchas historias donde se muestra la nobleza del ser humano. Han ocurrido allí y están ocurriendo. Y por eso ahora me pregunto qué habrá sido del amigo Carlos, que vivía con su familia en la región de Maule y cruzaba el mundo para mantenerla.
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