El veinte por ciento de la población española -me dicen-, lleva algún tatuaje. Como tengo fresco mi recuerdo playero, me pregunto si las estadísticas no se han quedado cortas. Mis informantes también me cuentan el caso de unos enamorados que se abrasaron el nombre del otro en cada brazo. Como iban a hacer vida en común, se compraron un coche, un pisito y no sé cuántas gaitas más. Más tarde cambiaron de opinión, se pelearon y, en el trajín legal, ella se lo llevó todo. A él sólo le quedó el nombre de su ex. Supongo que pudo verlo cuando tuvo que adelantar la mano para firmar el documento de cesión de bienes.
Aparte de esta historia, me llama la atención la paradójica afición a ser marcado en esta sociedad en la que nada es para siempre. Y qué curioso que sea el mismo cuerpo quien recibe el herraje. Ahora que tantos descreen de cualquier idea que se presente como dogma, que la verdad posmoderna se ha vuelto fluida, movediza y discutible, nos podemos inscribir a fuego lo que queramos. Ciertamente nadie se pone una cita de San Pablo o de Pascal. A lo más que se llega es a divisa de legionario ("Amor de madre") o a herméticas siglas que pueden significar los nombres de los seres queridos (hijos, novias, cuñados, etc.) como si se tratase de aviones derribados en combate.
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