Siempre se ha supuesto la existencia de genios de la escritura, pero no he escuchado que existan genios de la lectura. Creo que alguno ha habido entre los filólogos y el ruso Mijaíl Bajtín fue sin duda uno de ellos.
Hace años leí su magnífica teoría sobre el carnaval y la cultura popular. Para Bajtín las obras de ciertos autores (Rabelais, pero también Dostoievsky o Gógol) representaban manifestaciones de un modo carnavalesco de vivir que anclaba sus raíces en el folclore y la visión del mundo del pueblo en la edad media, una época en la que no existían los tabúes que nos habría impuesto la modernidad ilustrada. Rabelais, por ejemplo, contaba que su gigante Pantagruel decidía beberse toda la cerveza de París para celebrar que había aprobado los exámenes en la universidad de la Sorbona. A continuación daba mal ejemplo a los estudiantes de hoy: se subía a una de las torres de Notre-Dame y meaba larga y abundosamente hasta inundar la capital entre las previsibles quejas de los vecinos. Esto, contra lo que pudiera parecer, no era leído como un episodio de mal gusto, sino como una manifestación de celebración de la vida. Además, Pantagruel no era ningún idiota, porque había demostrado que sabía más que todos los profesores juntos de la Sorbona. Lo que sucedía es que, en aquella época, no se establecían claramente las barreras entre el cuerpo y el espíritu, la materia y el intelecto, lo alto y lo bajo, lo limpio y lo sucio. Todo estaba, por así decirlo, mezclado, igual que en un pórtico románico están apretadas la almas bienaventuradas junto a las condenadas a que un demonio les meta todo tipo de cosas por el ano.
En Rusia, país atrasado en la historia, esta cultura popular siguió manifestándose de otra forma en las novelas de Dostoievsky. Allí no hay espacio para la intimidad: cada personaje cuenta sus ocurrencias delante de todos sin ningún rubor. Las puertas de las casas están abiertas y la gente se asoma para comentar lo que se ve. En la famosa escena, aparentemente íntima, en que Raskolnikov confiesa su crimen a Sonia, hay un agujerito en la pared por donde un personaje bastante cotilla se entera de todo. Igual que en los carnavales y en las fiestas populares, las gentes imaginadas por Dostoievsky viven sin pudor: abren su alma a las primeras de cambio y desnudan sus vergüenzas espirituales.
Hace años leí su magnífica teoría sobre el carnaval y la cultura popular. Para Bajtín las obras de ciertos autores (Rabelais, pero también Dostoievsky o Gógol) representaban manifestaciones de un modo carnavalesco de vivir que anclaba sus raíces en el folclore y la visión del mundo del pueblo en la edad media, una época en la que no existían los tabúes que nos habría impuesto la modernidad ilustrada. Rabelais, por ejemplo, contaba que su gigante Pantagruel decidía beberse toda la cerveza de París para celebrar que había aprobado los exámenes en la universidad de la Sorbona. A continuación daba mal ejemplo a los estudiantes de hoy: se subía a una de las torres de Notre-Dame y meaba larga y abundosamente hasta inundar la capital entre las previsibles quejas de los vecinos. Esto, contra lo que pudiera parecer, no era leído como un episodio de mal gusto, sino como una manifestación de celebración de la vida. Además, Pantagruel no era ningún idiota, porque había demostrado que sabía más que todos los profesores juntos de la Sorbona. Lo que sucedía es que, en aquella época, no se establecían claramente las barreras entre el cuerpo y el espíritu, la materia y el intelecto, lo alto y lo bajo, lo limpio y lo sucio. Todo estaba, por así decirlo, mezclado, igual que en un pórtico románico están apretadas la almas bienaventuradas junto a las condenadas a que un demonio les meta todo tipo de cosas por el ano.
En Rusia, país atrasado en la historia, esta cultura popular siguió manifestándose de otra forma en las novelas de Dostoievsky. Allí no hay espacio para la intimidad: cada personaje cuenta sus ocurrencias delante de todos sin ningún rubor. Las puertas de las casas están abiertas y la gente se asoma para comentar lo que se ve. En la famosa escena, aparentemente íntima, en que Raskolnikov confiesa su crimen a Sonia, hay un agujerito en la pared por donde un personaje bastante cotilla se entera de todo. Igual que en los carnavales y en las fiestas populares, las gentes imaginadas por Dostoievsky viven sin pudor: abren su alma a las primeras de cambio y desnudan sus vergüenzas espirituales.
Seguramente la mejor crítica literaria es aquella que consigue, sin traicionar al texto, elevarlo y traerlo hasta nuestra vida inmediata. Bajtín consigue que entendamos no sólo a Rabelais o a Dostoievsky, sino que nos planteemos de una forma menos simplista cómo fue nuestra civilización antes de la Ilustración. Es falso que hubiera tantas barreras como se nos ha hecho creer. Y se me ocurre que, además, tal vez hoy en día nuestra sociedad se haya vuelto carnavalesca como la medieval, con la diferencia de que ahora el carnaval no tiene límites y no tiene ningún significado. Antes el carnaval recibía su sentido de la Cuaresma, y viceversa. Ahora, sin un marco trascendente que le dé razón de ser, todo el año es carnaval, como dicen en mi tierra. Y un pantagruel de andar por casa puede hacer toda clase de obscenidades, mientras todos miramos, no por un agujero en la pared sino por la pantalla televisiva, el espectáculo de su estupidez.
Lo que dices de Crimen y castigo me ha recordado una escena similar que recoje Woody Allen en "Otra mujer". En la película, Marion -culta y exitosa profesora universitaria- se dedica a escuchar las confidencias de una mujer a su psiquiatra a través de la pared. La diferencia es que gracias a eso descubre sus propias estupideces...no suele ser tan catártica la tele...
ResponderEliminarMuy buena entrada esta también (sucede que estoy leyendo de arriba para abajo).
ResponderEliminarAnaCó: No he visto esa película de Woody Allen. Seguramente es un guiño porque Allen es muy "literario". Bueno, la tele es muy poco catártica, es verdad, pero, mira, alguna vez (dos veces al año, por ejemplo), me gusta echarle un vistazo para ver qué tiene la gente en la cabeza. El resultado no es una catarsis, y menos mal, por otro lado.
ResponderEliminarGracias, Juan Ignacio.
ResponderEliminarMuy buena entrada Javier. Me has hecho recordar un librito (por lo chiquito solamente) de Regine Pernaud: Para acabar con la Edad Media. Es maravilloso cómo va destruyendo los prejuicios carnavalescos que nos han hecho interiorizar de manera autómata. Abrazos,
ResponderEliminarGracias, Melusina. De la Pernoud yo leí hace mucho tiempo varios libros que me quitaron prejuicios:La mujer en tiempo de las catedrales, Leonor de Aquitania y, sobre todo, Eloisa y Abelardo, que es maravilloso. No conocía este que citas, pero ya mirare.
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