jueves, 22 de octubre de 2009

De Pamplona a Buenos Aires



Comienzo de viaje. El avión de Pamplona empieza a tomar carrerilla para despegar y las dos señoras, algo mayores, que están sentadas a mi lado, murmuran:
-¡Jesús, cómo corre!
-¡Qué velocidad llevaaaaa!
He aquí un símbolo de todo lo que España ha progresado en los últimos treinta años.

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Aeropuerto de Barajas: primera parada. Una chica medio linda -pelo alisado, traje corto, negro ,y botas altas y negras también- habla por el móvil moviéndose de una forma extraña. Me fijo un poco más: el teléfono está ajustado entre el hombro y la mejilla. El vestido cortado por los hombros le deja desnudos unos antebrazos que terminan en la nada: no tiene brazos. Termina de hablar y suelta el aparato en el bolso que reposa en el asiento. Después hace una torsión difícil con el cuerpo, recoge el bolso y se dirige renqueando hacia la puerta de salida. Por allí se aleja una tristeza que apenas puedo imaginar.


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Llegada a Ezeiza tras doce horas de encierro aéreo. En la aduana temo que me abran la maleta como están haciendo con todo bicho viviente delante de mí. Aparece una pareja de españoles. Dan la impresión de estar muy apurados. Ella se me cuela y le dice a la funcionaria: "Por favor, ¿podemos ir más rápidos? ¡Perderemos una conexión con Córdoba!". La señora muy solemne le indica un pasillo en donde hay otro funcionario medio dormitando. "Vayan por allá". Entonces me meto en medio, pongo cara de tonto (ésa que me sale tan bien según mi mujer) y le pregunto:
-¿Y yo?.
-Vaya con ellos.
Voy detrás y debe de ser que es la parte de los aduaneros perezosos porque nos dejan pasar sin mirarnos la cara. Los ángeles de la guarda siguen trabajando en tierra.


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Ya estoy en Buenos Aires: creo que es la decimosexta o decimoséptima vez que visito esta ciudad que sigue, por muchos motivos, fascinándome. A ver qué me depara en los próximos días.

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