Para celebrar el puente de la Hispanidad nos fuimos todos a una finca de unos amigos en la frontera de Extremadura con Portugal. Un viaje de siete horas en coche con niños da para mucho. Marina y yo aprovechamos para dar a conocer datos interesantes sobre los lugares por donde íbamos pasando. Por ejemplo, ¿sabían mis hijos que la cesta de la compra en Pamplona es la más cara de España y la de Badajoz la más barata? Nicolás, Luis y Tomás (el comando LuNiTo) aprovechó esta información para pedir chocolatinas y chuches cuando paramos en la gasolinera próxima a nuestro destino.
Estuvimos dos días con varias familias amigas y lo pasamos bien. La finca resultó estar en el mismo Portugal, y no en Badajoz, como yo creía, despistado de mí. El paisaje es el mismo que se ve en España y, así, uno casi está tentado de pensar que las fronteras son inventos inútiles que sólo han servido para provocar odios y guerras sin cuento. Pero esto es una pamema propia de progres bien pensantes: yo, cada día, estoy más a favor de las fronteras si se utilizan bien. Cruzar esa raya imaginaria que divide los estados tiene el encanto de ingresar en un territorio que se proclama distinto. Más aún: es un ejercicio de civilización el reconocer y admirar las diferencias.
El domingo estuvimos en Olivenza, un pueblo limpio y coqueto, con calles que son un homenaje a la literatura: Cervantes, Lope de Vega, Espronceda, Gabriel y Galán... El nivel va descendiendo conforme vas leyendo calles, pero la intención es lo que cuenta. Olivenza pertenece a España; se la robamos a los portugueses en un conflicto con nombre rococó: la guerra de las naranjas. Al parecer, el valido Godoy le regaló unas naranjas que había por allí cerca a la reina María Luisa de Borbón, como botín de guerra. Con semejante trofeo, no debió de ser demasiado cruel el asunto. Naranjos no vi muchos, pero sí encinas. Claro está que el nombre de la guerra de las bellotas hubiera sido demasiado cercano a la realidad, así que la historia ha embellecido un episodio tan pequeño.
El pueblo sigue siendo portugués por sus azulejos, sus puertas manuelinas, su iglesia principal (la de la foto) y su adoquinado. En cambio, algunas casas, a mí me recordaron a las de mi tierra, a las del Puerto de Santa María, concretamente. Dicen los portugueses, con cierta razón, que Olivenza es un caso parecido al de nuestro Gibraltar. Ahora que se tienden a borrar los límites en esta Europa pragmática y posmoderna, me parece que es bueno recordar que existen las fronteras para recordar la validez de las naciones y admirar las diferencias entre unas y otras. Y que hay casos como el de Olivenza en que se funden las dos porque son identidades hermanas.
Estuvimos dos días con varias familias amigas y lo pasamos bien. La finca resultó estar en el mismo Portugal, y no en Badajoz, como yo creía, despistado de mí. El paisaje es el mismo que se ve en España y, así, uno casi está tentado de pensar que las fronteras son inventos inútiles que sólo han servido para provocar odios y guerras sin cuento. Pero esto es una pamema propia de progres bien pensantes: yo, cada día, estoy más a favor de las fronteras si se utilizan bien. Cruzar esa raya imaginaria que divide los estados tiene el encanto de ingresar en un territorio que se proclama distinto. Más aún: es un ejercicio de civilización el reconocer y admirar las diferencias.
El domingo estuvimos en Olivenza, un pueblo limpio y coqueto, con calles que son un homenaje a la literatura: Cervantes, Lope de Vega, Espronceda, Gabriel y Galán... El nivel va descendiendo conforme vas leyendo calles, pero la intención es lo que cuenta. Olivenza pertenece a España; se la robamos a los portugueses en un conflicto con nombre rococó: la guerra de las naranjas. Al parecer, el valido Godoy le regaló unas naranjas que había por allí cerca a la reina María Luisa de Borbón, como botín de guerra. Con semejante trofeo, no debió de ser demasiado cruel el asunto. Naranjos no vi muchos, pero sí encinas. Claro está que el nombre de la guerra de las bellotas hubiera sido demasiado cercano a la realidad, así que la historia ha embellecido un episodio tan pequeño.
El pueblo sigue siendo portugués por sus azulejos, sus puertas manuelinas, su iglesia principal (la de la foto) y su adoquinado. En cambio, algunas casas, a mí me recordaron a las de mi tierra, a las del Puerto de Santa María, concretamente. Dicen los portugueses, con cierta razón, que Olivenza es un caso parecido al de nuestro Gibraltar. Ahora que se tienden a borrar los límites en esta Europa pragmática y posmoderna, me parece que es bueno recordar que existen las fronteras para recordar la validez de las naciones y admirar las diferencias entre unas y otras. Y que hay casos como el de Olivenza en que se funden las dos porque son identidades hermanas.
Qué genial el comando Lunito... me encanta Portugal.
ResponderEliminarPrecioso Post. Abraço de leitor "noir". José Leandro
ResponderEliminarNo sé si lo sabes, pero tu sangre proviene de aquélla zona. A 10 kms. está un pueblo llamado Cheles, que vió nacer a quien te dió el apellido Díaz, el cual fue unido al de Ambrona por el nacimiento de su hijo, pues la madre tenía este apellido. Aquél personaje tenía ascendencia portugesa, concretamente de Ribatejo, cerca de Santarem. En los registros de Cheles constan numerosos Ambrona como arrieros, labradores y luego administradores e integrantes del Ayuntamiento. Juan, también de Cheles y creo que hijo del primero y, por ende, nuestro bisabuelo, era administrador de los condes de Cheles. Era un joven capaz que fue a estudiar derecho a Madrid, aventura entonces no frecuente (principios siglo XX). Y de ahí viene la estirpe vinculada al Derecho de tu familia. Fue asesinado en la Guerra Civil, dejando viuda a Lola (seguro que has oído hablar de tía Lola)
ResponderEliminarComo ves, somos españoles y portugueses. Las fronteras son necesarias, pero no deberían ser fuente de discordias... pero Ayyy!!!... el dinero es el dinero... Por cierto, en el Alentejo se producen unos vinos magníficos dignos de ser envidiados... y además tienen la planta solar más grande del mundo. Aún recuerdo cuando éramos niños y pasábamos por esas carreteras camino de Lisboa las mulas que cargaban señoras vestidas de negro. Cómo cambian las cosas.
Pues fíjate que comparto el gusto por las fronteras, en el buen sentido que tan bien has descrito.
ResponderEliminarSer consciente de que vas a explorar un territorio ajeno, con gentes singulares, con su propia historia (la guerra de las naranjas es la mar de sorprendente).
Aunque sea diferente, algo tiene que ver el que me haya apenado la pérdida de nuestras matrículas. Ahora no sabes si el coche que va delante es de Cádiz o de Albacete. Y eso tenía su aquél.
En fin, no quiero enrrollarme.
Un abrazo desde Madrid
Amigos comentaristas, mil disculpas por no haber puesto antes vuestros comentarios tan cariñosos. He estado esta semana en Poitiers, Francia, en un congreso profesional y, aunque parezca mentira, estuve tan ocupado que no pude ver internet... Adaldrida: el comando Lunito es una invención de la madre de las criaturas; Leandro: qué bien recibidos son tus comentarios viniendo de nuestro vecino Portugal; además, Jorge (que es mi hermano) me acaba de revelar ¡que tengo raíces portuguesas! Jamás lo imaginé; Y Mery, sí que es verdad lo de las fronteras y sí que lamento, igual que tú, perderme el origen de las matrículas.
ResponderEliminarQué envidia la sangre portuguesa. Por eso me recomendaste tan bien a Mario Quintana.
ResponderEliminarLo de la sangre portuguesa, Enrique, para mí ha sido una sorpresa real... pero sí, me gusta. Por lo demás, tú le sacaste mucho más provecho a Quintana que yo.
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