Este fin de semana, en el tren de Madrid, un pasajero se equivocó de asiento y se formó un pequeño lío. Como siempre ocurre, el asunto no pasó de un despiste sin consecuencias, pero a mí me sirvió para escribir este pequeño relato:
Al principio no tuve inconveniente en ceder mi asiento a aquella dama nerviosa que quería pasar el viaje junto a su marido. Sólo tendría que retroceder un vagón más atrás y sentarme al lado de la monjita que estaba concentradísima jugando con su PSP. Sólo habían transcurrido cinco minutos cuando el revisor me rogó educadamente que desocupara el asiento que no me correspondía y me llevó a otro -pese a mis protestas-, en la clase turista. Todavía no entiendo bien las razones (algo acerca del número de billetes vendidos en preferente), pero el caso es que en segunda hay menos espacio para las piernas y no tienes derecho a comida. Mi vecino (un jovencito con tres piercings en cada labio) sacó una botella de zumo probiótico de la bolsa, de la que se desprendían olores a queso y mandarina, y me ofreció un traguito. Ante mi cordial pero firme negativa, se encogió de hombros y se echó decidido el líquido al buche. O tenía mucha sed o debía de tener problemas con tanto metal cosido a la boca, porque se atragantó y, del salto, me tiró el zumo por el traje y el sillón. Después del revuelo y las excusas, me sacaron de allí y me llevaron mucho más atrás, porque el tren está repleto en estas fechas.
Después del último vagón de la clase turista hay un espacio donde se acumulan de pie los individuos sin billete. El revisor, deshaciéndose en amabilidades, me proveyó de un pequeño taburete que sacó de su propio compartimento. Al primer vaivén, un viajero me empujó, creo que a propósito, y me caí al suelo. Luego otro me pateó haciéndose el distraído. Me incorporé con dignidad sin hacer caso de las risas y, abriéndome paso, conseguí llegar a la pared y apoyarme. Esto es lo malo de viajar en el Transiberiano, que si tienes algún problema, es mejor que no se prolongue mucho porque el viaje acaba haciéndose interminable.
Aunque enseguida me dí cuenta de que al revisor no le gustaba permanecer mucho tiempo en esa parte del tren, volví a llamarlo cuando atravesaba mi zona a codazos.
Hay una solución especial para casos como el de usted, me dijo muy serio.
Y así llegué a este lugar. Es verdad que resulta un poco oscuro, huele raro y oigo ruidos, pero me tranquilizo al pensar que a lo mejor sólo son animales.
Al principio no tuve inconveniente en ceder mi asiento a aquella dama nerviosa que quería pasar el viaje junto a su marido. Sólo tendría que retroceder un vagón más atrás y sentarme al lado de la monjita que estaba concentradísima jugando con su PSP. Sólo habían transcurrido cinco minutos cuando el revisor me rogó educadamente que desocupara el asiento que no me correspondía y me llevó a otro -pese a mis protestas-, en la clase turista. Todavía no entiendo bien las razones (algo acerca del número de billetes vendidos en preferente), pero el caso es que en segunda hay menos espacio para las piernas y no tienes derecho a comida. Mi vecino (un jovencito con tres piercings en cada labio) sacó una botella de zumo probiótico de la bolsa, de la que se desprendían olores a queso y mandarina, y me ofreció un traguito. Ante mi cordial pero firme negativa, se encogió de hombros y se echó decidido el líquido al buche. O tenía mucha sed o debía de tener problemas con tanto metal cosido a la boca, porque se atragantó y, del salto, me tiró el zumo por el traje y el sillón. Después del revuelo y las excusas, me sacaron de allí y me llevaron mucho más atrás, porque el tren está repleto en estas fechas.
Después del último vagón de la clase turista hay un espacio donde se acumulan de pie los individuos sin billete. El revisor, deshaciéndose en amabilidades, me proveyó de un pequeño taburete que sacó de su propio compartimento. Al primer vaivén, un viajero me empujó, creo que a propósito, y me caí al suelo. Luego otro me pateó haciéndose el distraído. Me incorporé con dignidad sin hacer caso de las risas y, abriéndome paso, conseguí llegar a la pared y apoyarme. Esto es lo malo de viajar en el Transiberiano, que si tienes algún problema, es mejor que no se prolongue mucho porque el viaje acaba haciéndose interminable.
Aunque enseguida me dí cuenta de que al revisor no le gustaba permanecer mucho tiempo en esa parte del tren, volví a llamarlo cuando atravesaba mi zona a codazos.
Hay una solución especial para casos como el de usted, me dijo muy serio.
Y así llegué a este lugar. Es verdad que resulta un poco oscuro, huele raro y oigo ruidos, pero me tranquilizo al pensar que a lo mejor sólo son animales.
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