Otro día me fui a Itzamal, un pueblo que se encuentra a unos sesenta kilómetros de Mérida. Allí hay un inmenso convento franciscano construido sobre una pirámide maya. El templo ha sufrido a lo largo de su historia y ahora es víctima de una desdichada restauración. Pero quien tuvo, retuvo y guardó para la vejez: todavía impresionan por el tamaño su claustro y su fachada. El color albero de sus muros ha contagiado al resto del pueblo cuyas calles a veces tienen un sabor sevillano. En la plaza central, a un lado, hay un coqueto museo de artesanía popular. Vale la pena hacer una visita. A mí me llamaron la atención varias piezas, en especial la que figura en la foto: un cortejo fúnebre de individuos cadavéricos de tamaño natural. No pude hacer la foto del obispo rezador del responso, igual de desahuciado. Quien mejor se encontraba era el muerto, que no se podía ver porque lo tapaba un florido ataúd.
También me habían recomendado que le echara un vistazo al cementerio de Hoctún, un pueblito escondido en el bosque interminable de Yucatán. Allá fuimos. Al llegar al camposanto me sorprendió hallarme con algo así como una pequeña ciudad de los muertos. Las tumbas eran casitas coloniales de color rosa, añil o turquesa. Si la familia tenía gustos más antropológicos la casa era sustituida por una pirámide o una choza maya. Al fondo, unas iguanas tomaban el sol del mediodía entre las piedras brillantes. Me fui paseando a la busca de alguna inscripción curiosa hasta que me dí de golpe con un objeto extraño tirado en el suelo. Al principio, no lo identifiqué, o, mejor dicho, no quise identificarlo, pero no tuve más remedio que fijarme mejor: era un ataúd abierto a machetazos como mordiscos. Por afuera asomaba, como si fuera papel de estraza marrón, la mortaja. Mi acompañante, Edgar, me explicó que probablemente habían trasladado al finado a la tumba que teníamos al lado, sí, justo, en la hornacina donde se veía un saquito. Como hacía unos días de la festividad de los difuntos, sus familiares habrían ido a estar con él, a conversar un ratito nomás y después de dejarle algunos presentes (había fruta tirada por el suelo), lo habrían dejado allá metido en la bolsita. No es así en todo México, por cierto. De todas formas, aquí no pude sacar fotos porque en ese momento la batería de mi cámara se terminó, es decir, se murió del susto.
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