Como todos los niños, en Navidades yo siempre pensaba en el final de las vacaciones: tanta era la ilusión que sentía por la llegada de los Reyes Magos. Era una desgracia que se les hubiera ocurrido venir el seis de enero, pero, aunque entonces no me daba cuenta, fue una decisión sabia: fomentaba la ilusión, que es un sentimiento que prepara a la virtud de la esperanza.De todas formas, ahora, de mayor, no aguanto más y me voy a permitir anticipar la llegada con un puñado de microrrelatos que iré metiendo en esta semana previa a la Navidad. Aquí va el primero:
Antes de contar la verdadera historia de los Reyes Magos conviene dejar claros algunos puntos para no caer en inexactitudes. El primero de ellos es que no eran reyes. Basta leer el evangelio de San Mateo, el único que se molesta en citarlos. Eran unos sabios estrelleros que, dice el texto, “venían de oriente”. Es falso, por tanto, que fueran dos hombres blancos y uno negro (con perdón). La invención de Baltasar con la piel oscura procede de los artistas del Renacimiento, que, con esta cuota étnica, quisieron significar que los tres continentes, África, Europa y Asia, venían a adorar al Niño Jesús. No habían visto muchos chinos los artistas. En realidad, lo más probable es que fueran los tres negros (con perdón), ya que vinieron del lejano este, es decir, de Persia y más allá, las fértiles tierras del valle del Indo, donde, como todo el mundo sabe, los seres humanos pertenecen a la etnia negroide. No eran viejos (otra falsedad), ya que es inverosímil que unos ancianos se castigasen con un viaje tan arriesgado y llegasen vivitos y coleando a Jerusalén. Lo más probable es que fueran jóvenes y solteros, porque hay que tener tiempo libre para dejar a la familia e irse por ahí a buscar una estrella rara.
Yo añadiría: Solterones y maniáticos, que suele ir bastante unido lo uno a lo otro. Además, todos tendrían su puntito de agresividad para defenderse de los ataques de los ladrones y las tormentas de arena. Melchor (llamémoslo así por comodidad narrativa) se quejaba de los ronquidos de Gaspar, mientras Baltasar no soportaba el olor de los pies de sus compañeros. Baltasar estaba especialmente furioso con ellos. La noche antes de llegar a Jerusalén, habían sufrido el enésimo enfrentamiento con unos bandidos y, por culpa de Gaspar, que se había distraído ensañándose con uno de esos hijos de mala madre, les habían robado un camello. El cobarde de Melchor, en cambio, se había ocultado detrás de una palmera, una vez más, y le había tocado a él, a Baltasar, tratar de recuperar los fardos que se habían caído en las dunas durante la pelea.
Entraron en la capital en dos camellos y con Gaspar castigado a pie. Todavía estaban discutiendo en idiomas ininteligibles delante de la puerta, lo que provocó que a su alrededor se formase un corro de ciudadanos sorprendidos. Según el evangelio, su llegada había sido muy comentada (Mt 2,2), porque iban preguntando donde estaba el hijo del rey de Israel que había de nacer. Quizás lo hicieron a grito limpio para hacerse entender mejor. Además, es posible que no sólo lo preguntasen a la gente, sino que Gaspar, el más cansado por la caminata, estuviese quejándose con este tipo de preguntas a sus compañeros. En fin, Herodes los mandó llamar para preguntarles muy educadamente la razón de tanto escándalo. Ellos le respondieron como todos sabemos y partieron hacia Belén. Cuando llegaron al pueblecito estaban fatigados y de muy mal humor, renegando del maldito viaje en que se habían metido, como suelen hacer los peregrinos de hoy en día. De repente se pararon asombrados donde estaba la estrella. Dentro de la casucha vieron a la mujer con rostro de sorpresa y al niño de unos tres meses envuelto en pañales. Algo muy hondo pasó dentro de ellos. Se sintieron “llenos de una inmensa alegría” (Mt 2,10), tanta que no soy capaz de explicarla ni imaginarla. Era el final del viaje, estaba clarísimo, y eso les emocionó, les recordó la ilusión primitiva, los cálculos astrológicos, las discusiones eruditas, los documentos consultados, la pasión con que habían preparado su aventura. Sacaron los obsequios –oro, incienso y mirra- que, milagrosamente, se habían podido salvar. No se extrañaron de la miseria del lugar, porque ellos, después de tantas desventuras, se habían convertido en unos desgraciados.
En el viaje de regreso veían que por el oriente, el lugar de su destino final, salía siempre el sol.
Precioso,si no te importa me lo guardo hasta que mis sobrinos pequeños tengan edad de poder entenderlo.
ResponderEliminarMeg
No me importa nada, todo lo contrario: me encanta. Gracias.
ResponderEliminar¡¡¡Emocionante!!! Me ha encantado, Javier. Muy muy bueno.
ResponderEliminar¿Los Reyes Magos regresaron? No creo que les quedaran ganas (sobre todo a Gaspar sin camello...). Creo que consiguieron un contrato de trabajo temporal, Herodes les dió los "papeles" e instalaron una pequeña juguetería en los alrededore. Ahora no les va mal a los tíos...
ResponderEliminarÄlvaro, eso que cuentas debe de estar en los Evangelios apócrifos.
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