El día de regreso a España, la todopoderosa UNAM se ofreció a llevarnos desde Mérida a Cancún en un auto de la propia universidad. Íbamos M. y O., un matrimonio argentino, y yo mismo, además de dos empleados de la universidad que se turnarían al volante para cubrir los cuatrocientos kilómetros de trayecto. Venían dos con nosotros para mayor seguridad. Mis amigos rioplatenses debían tomar ese mismo día el avión. Aunque el viaje sería cómodo, ya que iríamos por la autopista, salían con tiempo. Como buen ingeniero, O. había calculado un porcentaje de riesgos y decidió que lo más seguro era llegar allá con tres horas de antelación. A mí me daba igual porque dormiría aquella noche en un hotel de Cancún.
Así salimos tan contentos como incautos. Durante dos horas M. y yo estamos conversando tranquilamente sobre literatura cuando, de pronto, el Chrysler Voyager empieza a pararse de manera extraña. Nuestro dos chóferes se miran sin saber qué hacer hasta que el coche se detiene dormido en el arcén. Al rato vuelven a intentarlo y consiguen avanzar dos kilómetros pero el monovolumen vuelve a hacerse el sueco en México. La secuencia se repite dos veces más y el coche termina en medio de la nada yucateca. M. empieza a preocuparse, pero O. la tranquiliza: "Tenemos mucho tiempo", le dice varias veces y anima a los dos pámpanos de delante a que llamen por el móvil. Además, por el ruido que hace el coche, mi amigo ingeniero que tuvo uno parecido y sabe de mecánica, dictamina: "Es la caja de cambios". Yo apuntalo, apelando a mis lecturas de revistas de coches: "Es que estos cacharros yanquis son de usar y tirar. A los cien mil kilómetros ya te están jorobando con las averías". Y nos vamos a pasear por el arcén a olvidarnos de la dichosa cajita de cambios. Hay vacas y árboles por todos lados. Coches no se ven más que uno o dos cada diez minutos.
Poco a poco nuestro Chrysler va resucitando y recorremos unos pocos kilómetros a ratitos hasta alcanzar unas taquillas de peaje: ¡la civilización!. Entonces es cuando me doy cuenta de que en el autopista Mérida-Cancún te ofrecen café gratis en los peajes, pero no hay servicio de asistencia en carretera. Nuestros chicos siguen esforzándose, llaman a la universidad y nos aseguran que traen otro coche desde Mérida. Yo hago mis cuentas y veo que así los argentinos pierden seguro el avión. Tras diez llamadas al seguro del coche y otras tantas a no sé dónde, nos comunican que viene desde Valladolid para recogernos un taxi salvador. Después de unos cuantos "ahoritas", que son treinta minutos más de lo que quisiéramos, llega el taxi cuando está desplomándose la noche tropical.
Miro el auto nuevo y lo apruebo silenciosamente: un Nissan, coche japonés, o sea, fiable (de nuevo mi culturilla de Autofácil). El aspecto del chofer, en cambio, no me resulta tranquilizador, pero tampoco estamos para tonterías. Metemos las maletas en el nuevo vehículo, tras despedirnos de los chicos de la UNAM, y salimos a toda velocidad, porque vamos con el tiempo justo para el avión. A los diez kilómetros ya estamos animados los tres después del susto, cuando noto un ruido extraño. "¿Pasa algo?", le pregunto al taxista. "Me parece que es la caja de cambios; no lo entiendo, acabo de hacer la revisión", me contesta susurrante. El hombre disminuye la velocidad y llama al del taller por el móvil, que le aconseja que baje más, hasta cuarenta kilómetros por hora. Ahora sí que nos quedamos todos callados: dos veces la misma avería en dos coches diferentes no es para menos. Se ha hecho de noche y a lo largo de una hora permanecemos en silencio. La única opción es llegar a Cancún pueblo y de allí tomar otro taxi al aeropuerto. Sólo el taxista, muy templado, corta la tensión con algún comentario:
-Estoy desolado, señores, yo vine acá para ofrecerles un servicio y ahora de verdad que lo siento, lo siento, lo siento de veras, pero es la máquina nomás y yo no puedo hacer nada. Yo quería pero no puedo, perdónenme.
Otra equivocación mía. El taxista venía de hacer más de cien kilómetros desde Valladolid para recogernos. En una situación así, un taxista de Pamplona, ¿qué cosas hubiera dicho por esa boquita navarra?
-Ha sido la Providencia, señores. Dios sabe más- continuaba el taxista-. Estaba de Dios que ustedes iban a no llegar, que con otro auto también iban a tener la misma avería...
Por alusiones, fue entonces cuando empecé a rezar, quizá tenía que haberlo hecho antes, pero estábamos avistando el pueblo de Cancún, M. estaba nerviosísima y el propio O. se veía desbordado en todas sus previsiones de riesgo. En esas estábamos cuando nuestro conductor le puso las luces al primer taxi que encontró delante, y el otro, por solidaridad gremial, paró en el arcén. Entre los dos llamaron a un segundo taxi, que apareció enseguida y mis amigos argentinos se metieron allí con sus valijas a velocidad sideral. Según he sabido después, tomaron su famoso avión casi cuando despegaba.
Por mi parte, ingresé como pude en el primer coche, el que se había parado junto a nosotros, donde recibí la hospitalidad del taxista y su familia: un gordito lustroso que estaba sentado atrás y una señora tan chiquitita que se perdía en el asiento de delante. El nuevo taxista era hombre ilustrado y parlanchín. Nada más verme, se volvió hacia mí muy serio y me dijo:
-Me llamo Pedro y soy ingeniero agrónomo y este de ahí (por el gordito silencioso) es mi hijo, que es ingeniero informático. Venimos de ver a mi suegra en el poblado que está muy malita.
Siento no haber sido más cortés con ellos, pero ya llevaba siete horas de nervios. El diálogo fue más o menos así:
-¿De dónde eres?
-De España.
-¡Hombre, la patria de Manolete! ¿Qué se piensa allá de Manolete?
-Ya murió.
-Y Julio Iglesias, ¿por qué habla así? Dice: "Yossscribo"
-Porque es tonto.
- A mí me gusta mucho Dyango y José Luis Perales, ¿y a usted?
-No sé. Ya no cantan.
-Los españoles llegaron a la península de Yucatán en 1486 ¿Lo sabía?.
-...
-Yo he leído un libro que se llama La Celestina. ¿Lo ha leído?
-Un poco.
-Los días jueves, como hoy, entre las dos y las cuatro de la madrugada, los mayas creen que se despiertan los malos espíritus porque es la hora en que negó san Pedro a Jesús. ¿Qué le parece?
- Qué bien, a esa hora estaré dormido.
Así, hasta el hotel, cuarenta minutos más. Al llegar a la habitación, vi que, con las prisas en bajar del taxi, me había olvidado un sombrerazo que en su día me habían hecho comprar para protegerme del sol en Mérida. Nunca me convenció demasiado. Y con esto último se comprueba cuán sabia y buena fue la Providencia, porque éste fue el único efecto real de tanta avería inexplicable y tanto viaje por las desiertas autopistas de Yucatán.
Menos mal que hay Providencia. El auto soviético en que yo volvía de Viñales se quedó sin gasolina
ResponderEliminara 60 Km. de La Habana y eran las seis de la tarde, cuando ya oscurece, pero la Providencia mandó a un guajiro viejo en bicicleta con una lata de gasolina.
A mi la Providencia me salvó la vida, y de paso la de mi mujer y mi hijo, cuando íbamos en un Lada de hace cuatro décadas camino del aeropuerto de Kiev. El conductor iba algo beodo como consecuencia del necesario vodka del mes de diciembre a menos 8 grados; el motor, pues no iba muy bien; la carretera estaba helada; y hay que añadir unos neumáticos sin apenas dibujo y camino del aeropuerto con prisa. Yo no pude conversar con el susodicho, solo sabía ucraniano. Así que, a encomendarse y punto. No había escapatoria. Sin embargo, por más que lo pienso, yo no le encuentro la explicación, ni efecto real, como tú lo has conseguido con tu periplo. Yo no tenía nada qué dejarme. Ni sombrerazo, ni las gracias. Realmente lo pasé mal.
ResponderEliminar"Los viajes nos recuerdan que la vida es mientras tanto", dice Bioy Casares. Y es verdad, como aseguran Aquilino y el comentarista anónimo, que todos podemos sentirnos en ocasiones indefensos porque en los viajes dependemos de hombres y máquinas, osea, de seres falibles. Fiable tan sólo la Providencia, una realidad cotidiana pero que en los viajes, en situaciones difíciles como las que contáis, es más palpable, al menos para los que creemos en ella.
ResponderEliminarA mi perdoname pero me intriga eso de: "Los españoles llegaron a la península de Yucatán en 1486". ¿Qué hay de eso?
ResponderEliminarPues a mí me sonó a cuento improvisado, igual que el título de ingeniero agrónomo de mi taxista...
ResponderEliminarPues creo que es verdad que llegaron en aquella fecha, pero se les averió la caja de cambios y tuvieron que mandar a otros a buscarles en 1492.
ResponderEliminarComo sea, el revisionismo dirá que fueron extraterrestres...
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